Domingo, 9 de octubre de 2016 | Hoy
Por Mariano del Mazo
Mi generación fue víctima de El Gráfico. Creímos todo lo que publicaba la revista de Editorial Atlántida con la convicción de quien semana a semana recibía una hostia de parte de monjes de extraños nombres: Frascara, Orcasitas, Robinson, Juvenal. Cada martes –“el día del deporte”– nos catequizaban. Hacían eje en la actualidad, por supuesto, pero también iban hacia atrás, hacia el pasado, porque todo era parte de un ciclo virtuoso de gloria de una revista que miraba el mundo por nosotros: desde la caída del ring de Firpo frente a Dempsey en la llamada Pelea del siglo en Nueva York hasta la pared de Bochini y Bertoni en la final de la Copa Intercontinental contra Juventus en Roma.
La candidez de la infancia fue un dique indestructible de fe que solo erosionó el tiempo. Crecimos creyendo todo: el Imposible de Grillo (después se conoció una filmación: fue un golcito que podría haber hecho Barú), el taco de Sanfilippo a Roma, los bombazos del Atómico Boyé, más acá el gol de Alonso a Santoro que no hizo Pelé. Las formidables fotos de El Gráfico eran muchas veces intervenidas por inverosímiles flechas dibujadas que justificaban cualquier desmesura. La revista fundaba mitologías como pasajes de una biblia deportiva.
No sólo mi generación: todos fuimos inoculados por El Gráfico. ¿Cuántas veces podía ver un futbolero de los dorados años 40 y 50 a los jugadores que no eran de su equipo? Pocas, muy pocas. No había televisión y era menester creer en la prensa, en esas crónicas de Indias pasionales; esa misma prensa que en su mayoría conservó a través del tiempo cada uno de los tics manipuladores y que hoy es capaz de cuestionar al genio más televisado del mundo –Messi– con varas perversas. ¿Cómo confiar en la valoración del talento del Charro Moreno o de Sívori si ante nuestras narices, ahora que tenemos los ojos rojos de ver tantas pantallas, un zángano a sueldo dice que Messi se borra en las finales, que no rinde en la Argentina y no sé qué?
Y entonces Corbatta, Oreste Osmar. El Loco. Otro relato. Perfecto hasta el estereotipo: un siete endiablado, borracho, analfabeto y mujeriego. Un encastre misterioso en la línea que naturalmente se traza con nombres como Garrincha, Houseman, acaso Orteguita. Mi abuelo me hablaba de él en los entretiempos en la cancha de Racing, en la tribuna alta, cuando era Popular y por los altavoces se escuchaba el metálico jingle de Proveeduría Deportiva (“tiene de todo, todo, todo”). “No lo podían parar –me contaba–. Y no fallaba en los penales. La macana era que le gustaba el trago”. Yo no decía nada pero en mi cabeza dirigía una película propia, en blanco y negro. La realidad era dura: yo me tenía que conformar con lo que veía, con el rusticismo de Néstor Scotta, el barullo de Lamelza. Corbatta era un símbolo espectral de un Racing antiguo y campeón: nadie le conocía la cara y vivía debajo de la tribuna del Cilindro como si fuera un jorobado de Notre Dame arropado maternalmente por Tita Matiussi. En mi película infantil lo tenía como un héroe esquivo, casi de ficción, en las antípodas de la nobleza palpable de un Chango Cárdenas.
El extraordinario libro de Alejandro Wall vino a poner las cosas en su lugar. Wall perfora la caricatura, queda parado frente a un abismo, salta y cae parado. Fue durante años un cazafantasmas obsesivo que persiguió las migas de pan de un personaje insondable que, aún a 25 años de su muerte y tras 250 páginas trepidantes, se las empeña en amagar y desbordar (nos). Con el tono de una novela de suspenso, Corbatta. El wing transita geografías que marcan la gloria, decadencia y muerte de un crack. De Racing a Boca, de Deportivo Independiente Medellín a San Telmo, de potreros desaparecidos de Chascomús a la Patagonia, de la Selección Argentina a la soledad agónica de una cama de un hospital público, Corbatta vivió finalmente en dos sitios: un bar y la franja derecha de una cancha de fútbol.
“Como podría ocurrir con cualquier otra vida –escribe Wall al comienzo del itinerario–, reconstruir la de Corbatta se transformó en una lucha personal contra los falsos recuerdos. O contra los recuerdos que se impusieron por sobre lo que efectivamente sucedió. En diarios y revistas de la época –y también en algunas evocaciones que dan vueltas por internet– existen relatos contradictorios, hechos para los que no quedan –o quedan pocos– testigos; episodios que se contaron pero que no ocurrieron o que ocurrieron a medias, y leyendas que operaron para darle sentimentalismo a la historia”.
La prosa de Wall tiene vértigo y la cualidad de tomar del cuello al lector para subirlo a su pesquisa imposible. La cantidad de amigos, amigos de amigos, parientes, jugadores, periodistas y mujeres consultadas en Medellín o en la Isla Maciel resulta abrumadora. El texto avanza entre un pedregullo que convoca a la utopía de enlazar la leyenda enjabonada, pero también convoca a la desazón. Hay un gol con la Selección Argentina que fue, escribe Wall, su Rembrandt. Fue el 20 de octubre de 1957 en la Bombonera, el cuarto tanto de un 4 a 0 lapidario a Chile. Existe una secuencia en blanco y negro tomada por un enigmático fotógrafo que firmaba Sabi Mursep que da una idea de la monumental jugada. Nada se sabe de Mursep. Las fotos salieron publicadas en El Gráfico. Sin embargo, los testimonios orales sobre las características del gol se contradicen: para algunos eludió a seis chilenos, para otros a tres y hasta hay quienes afirman que en un momento encaró temerariamente para su propio arco. Wall no se resignó y rastrilló en la Argentina y en Colombia colgado en la posibilidad de que apareciera un registro fílmico. En un sótano del Archivo General de la Nación le dijeron que podía haber algo en la Biblioteca Nacional. Rastreó todos los noticieros y encontró en Noticiario Panamericano la filmación de todos los goles del partido menos uno. Faltaba el cuarto, el histórico, al que Wall define “el segundo gol a los ingleses de Corbatta”. Alguien lo había cortado.
El libro circula deliciosamente a contramano. Hace de la dificultad, virtud. Wall va con una topadora que derriba mitos –Corbatta tuvo, al contrario de lo que se cree,al menos un par de mujeres que lo quisieron bien y buenos amigos que trataron de sacarlo de su adicción al alcohol– y si bien no condesciende a la tentación de inclinar la historia hacia un romanticismo de manual, hay momentos estremecedores.
Sobre el final de la biografía, Wall percibe que nunca escuchó la voz del wing. “Yo creía que no terminaría de conocer a Corbatta si no lo escuchaba hablar”, razona. En el barrio La Consolata de Medellín da con un periodista colombiano que conserva un audio de veinticinco minutos. Nítida, crepuscular, la voz se va apagando al final de la entrevista:
–¿Quiere volver a Medellín?
–Sí, sí.
–Si fuera a pedirle algo para usted a los directivos de Independiente de Medellín, ¿qué les pediría?
–Yo no les pido nada... cariño...
Y después se escucha un sollozo.
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