Domingo, 30 de julio de 2006 | Hoy
CóMO ES VOLVER, LA PELíCULA DE ALMODóVAR QUE ESTRENA ESTE MES EN BUENOS AIRES
Por Hugo Salas
En un cementerio, en las afueras de un pueblo, comienza Volver, última película de Pedro Almodóvar. Allí las mujeres, contra el rigor del viento, procuran mantener limpias las tumbas. Su esmero, el empeño con que frotan las lápidas y hasta la letra de la zarzuela (“Ay, ay, ay, ay, qué trabajo nos manda el Señor”), apuntan en esta escena a lo que el duelo tiene de trabajo, de labor permanente, debido a que el pasado –como ha de mostrar la historia– no está muerto, y por eso mismo puede volver.
La pobre Raimunda (Penélope Cruz) deberá enfrentarlo, simultáneamente, bajo las figuras de la repetición –cuando su marido intente abusar de su hija–, el reclamo de una vecina moribunda y la visita del fantasma de su madre (Carmen Maura). Superposición tan desmesurada que, sobre el principio, no podrá asistir al velorio de su tía por tener literalmente otro cadáver del cual deshacerse.
Si bien Almodóvar no incurre aquí en la multiplicidad de planos temporales de sus últimas dos películas, la trama de Volver –basada en la negrísima novela que Leo escribía en La flor de mi secreto– suena bastante embrollada, y en efecto lo es. El manchego parece empeñado en buscar el límite de su habilidad narrativa y el proyecto viene costándole, entre cierta crítica, un reproche por demás injusto.
Curiosamente, el menosprecio proviene en gran parte de los mismos que ayer, contra una crítica que lo tildaba de vulgar, ponderaban su gusto formado en los clásicos del melodrama, de quienes difícilmente pueda decirse tuvieran un estilo invisible. Ophüls, Wyler, Cukor y Mankiewicz eran, sin lugar a dudas, manieristas. Lo que cuesta entender, entonces, es en qué momento el manierismo dejó de ser una opción estética para convertirse en una falta moral.
Según dicen, este amaneramiento –reproche de claros tintes homofóbicos– sería síntoma de aburguesamiento, una “pasteurización” destinada a encandilar al mercado hollywoodense. El cine moderno debe ser desprolijo e improvisado; caso contrario –en un alarde de reduccionismo craso–, le falta “libertad”. Y es cierto, el cine de Almodóvar es burgués, pero lo ha sido siempre. El mismo se encargó ya, en La mala educación, de ajustar cuentas con su pasado “rebelde”, atreviéndose a cuestionar las aristas más complejas del destape político español. Quizá sea eso lo que no le perdonan: no que sea burgués sino que desnude con precisión lo mucho de clase media que tienen ciertas “revoluciones” (estéticas y sociales) con que se contenta el progresismo demócrata.
En este nuevo gran ejercicio de estilo que es Volver, el espectador llega a creer que Raimunda ha dado de comer el cadáver de su marido a los clientes de la fonda, y el pueblo entiende que su madre es un fantasma, para luego descubrir que no es cierto. Hoy, la antítesis constitutiva del universo almodovariano entre las convenciones y el deseo no se plantea, como en Matador, entre un deseo insensato, el amor fou, y la “buena” sociedad. Mientras el público, y con él “la buena conciencia burguesa”, quiere trapicheo, locura, quiere que Raimunda sirva a su marido de entremés, ella sólo quiere darle sepultura.
En ese reclamo, Volver excede su encanto melodramático para convertirse en una incisiva reflexión sobre una España y una Europa rica que se han autoimpuesto el relato cosmopolita al precio de olvidar a sus viejos, descuidar a los chicos y acallar sus necesidades afectivas. En esta sociedad finisecular donde la extravagancia, lejos de espantar a nadie, se ha convertido en norma, siguen latentes la insatisfacción, la demanda de afecto y, por sobre todo, la necesidad de inventarse a sí mismo para soportar la vida.”Yo no sé cómo se puede vivir así”, dice Raimunda, y de allí en más aprenderá a hacerlo, a destejer el relato madrileño para hacer oír, en él, la única voz que tiene un resto de verdad: la del deseo. Reapropiarse de la historia (como del tango, convertido en flamenco) es la clave para escapar del marco asfixiante de las convenciones sociales, por más que se crean hoy las de la total libertad y la falta de convención. Quizá por ello su cine resulte tan irritante: por animarse, después de haber atacado el conservadurismo, a criticar también la modernización, sin dejar de reconocer, en el mismo movimiento, lo que puede tener de angustiante y opresivo el deseo, como ocurría ya en su paradójica La ley del deseo.
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