Domingo, 22 de octubre de 2006 | Hoy
Por Carlos Gamerro
Hija bastarda del fascismo residual del Proceso y de los cacerolazos del 2001, Nelly desembarcó en la contratapa del diario Clarín –lo que es como decir, en la conciencia argentina media– en septiembre de 2003. En un principio (tuve el privilegio de ser ocasional testigo de la gestación de la tira, en esos días del 2001, justamente) era un personaje nefasto, el arquetipo de la típica y atemporal vieja de barrio, prepotente, dueña de la cuadra, en su particular encarnación histórica de rebelde clasemediera ocupadora de bancos y cacerolera, capaz de tomar por asalto la Casa Rosada y quemarla (algo que ni los más encarnizados rebeldes de los años ’70 se propusieron) en defensa no de la revolución sino de sus ahorritos en dólares en el banco del barrio. Pero ya al nacer su carácter había cambiado: de la misma manera que el realismo costumbrista inmediatamente dio lugar al surrealismo más extremo (muy pronto se alechona, luego conoce al Neo, el chorizo parlante que encarna el ser nacional, más adelante termina llegando, trepada al árbol del crecimiento, al planeta de las antinomias) la Nelly cambia moralmente: se vuelve, sin perder sus insoportables idiosincrasias, simpática, querible, y profundamente contestataria, un ejemplo palpable de que a veces no hay mayor anarquista que un conservador a ultranza; que no hay utopía más radical que la del sentido común, que no hay mayor incendiario que el pequeñoburgués siempre frustrado en sus anhelos de normalidad y estabilidad, en suma y cifra de la todavía revolcada enseñanza de esos incomprensibles días de fines del 2001 y principios del 2002, esa “revolución de la clase media” que engendró las asambleas barriales donde las amas de casa discutían sobre democracia directa y las marchas en las cuales las mismas amas de casa daban su lacrimoso apoyo a Blumberg, una época que apenas hemos empezado a procesar, que Sergio Langer y Rubén Mira, a través de la “tercera mente” que es la de su criatura la Nelly, empezaron a procesar antes que nadie.
Es un privilegio y un positivo signo de los tiempos que ese lugar central que ofrecía productos predecibles y anodinos (al menos desde lo ideológico, lo moral, lo cognoscitivo) como El loco Chávez y El Negro Blanco haya sido ocupado (quizás habría que decir, “tomado”) por este personaje magmático y de evolución impredecible (arriesgar un pronóstico sobre lo que La Nelly será dentro de dos años sería tan osado como predecir cómo será el país) en el cual confluyen en una vereda cualquiera de un barrio porteño cualquiera las lecciones de Osvaldo Lamborghini, William Burroughs, Discépolo y David Lynch.
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