Domingo, 3 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Christopher Hitchens
A la gente le gusta aceptar con condescendencia el esnobismo por las marcas y la afectación tipo Savile Row (o Bond Street) de la saga, pero ésos son tan solo los aspectos más evidentes de dos elementos fundamentales de sus libros. Cuando Fleming empezó a publicar sus historias, Gran Bretaña recién emergía de un largo período de austeridad y uniformidad de posguerra, y comenzaba a ser posible hacer hincapié nuevamente en el lujo y el estilo sin problemas de conciencia. Este desarrollo se identificó de alguna manera con el regreso de los conservadores británicos al poder, y le permitió a Fleming ser más francamente pro-Churchill y pro-imperial de lo que habría sido posible unos pocos años antes.
El segundo elemento, una distintiva mezcla de buen cuero, buena sastrería y la confianza de pertenecer a los mejores clubs, fue de enorme importancia a la hora de atraer la anglofilia norteamericana (sobre todo el tipo de anglofilia que había llevado a Estados Unidos a clonar los modelos del MI5 y el MI6 británicos para crear su Departamento de Servicios Estratégicos, y más tarde la CIA). El propio Fleming había jugado un papel en ese proceso, visitando Washington en tiempos de la guerra en representación de la División de Inteligencia Naval Británica y escribiendo un largo memo sobre las maneras en que Londres podría ayudar a “los primos”. Más tarde haría otra llamada, en 1960, para encontrarse con John F. Kennedy y discutir un número de planes demenciales para eliminar a Fidel Castro. (En 1961, la revista Life publicó la lista de los diez libros preferidos del presidente, en la que De Rusia con amor ocupaba el noveno puesto.)
Entretanto, el imperialismo británico había llegado a un alto humillante en Suez, en 1956, como consecuencia directa de la negación del presidente Eisenhower a apoyar la invasión anglo-franco-israelí a Egipto. Fleming tenía toda la razón en tomárselo como algo personal: el Primer Ministro británico en ese momento, Sir Anthony Eden, se había vuelto temporalmente loco y había sido forzado a tomarse un largo descanso –lo cual hizo en Goldeneye, el retiro privado que Fleming tenía en Jamaica.
Es por esto que la paradoja central de las clásicas historias de Bond es que, aunque superficialmente consagradas a la guerra anglonorteamericana contra el comunismo, están llenas de desprecio y resentimiento contra Norteamérica y los norteamericanos. Y no sólo un desprecio político, o la envidia del pene de un poder en declive que cede su lugar a otro floreciente, sino también un desprecio cultural. Un desprecio cultural en general, pero también por el interés plebeyo de Norteamérica en el sexo y el consumismo, los dos asuntos fundamentales de Bond. “El béisbol, los salones de diversiones, los hot dogs, los bustos terriblemente grandes, las luces de neón”: así es como Tiger Tanaka alienta a la tropa antinorteamericana en Sólo se vive dos veces. ¿Y cómo reacciona Bond cuando la exquisita Tatiana Romanova alaba su parecido con una estrella de cine norteamericano? Ladrándole: “¡Por el amor de Dios! ¡Ese es el peor insulto que se le puede decir a un hombre!”. Esta y otras revulsiones del ethos hollywoodense (un disgusto similar se revela en Sólo para sus ojos) son una ironía en sí mismos.
También contemporáneo es el frío desprecio por Francia que aparece recurrentemente en sus libros. Tanto Le Chiffre como Goldfinger trabajan para los comunistas franceses. Rosa Klebb puede operar en París a sus anchas gracias al clima de traición que sopla en el lugar. A Bond, París le resulta vacía e hipócrita, como una puta cínica. “Fue el corazón lo que perdió –escribe Fleming–, empeñado a los turistas, a los rusos, a los rumanos y a los búlgaros, empeñado a la basura del mundo que se había apoderado gradualmente de la ciudad”. Esa reflexión aparece en “En la mira de los asesinos”, publicado en 1960 en la colección de cuentos de Sólo para sus ojos, en donde hasta a los rebeldes de Castro se les reserva cierta odiosa simpatía (siendo por entonces el Caribe el patio trasero de Gran Bretaña, y no una contaminada laguna yanqui).
Habiendo dicho ya que Bond fue originalmente una figura diseñada para sostener el extremo británico de la “relación especial”, debo agregar que la inteligencia de la serie reside en parte en cómo supo ver más allá de los confines de la Guerra Fría. La transición probablemente comienza después de De Rusia con amor. ¿Quién se hubiera creído el relato paranoide de los búlgaros que le dispararon al Papa en 1982 si no hubiera sido por el recuerdo de los robots búlgaros de Moscú en aquella aventura? Las historias son una suerte de puente entre un período de belicismo ideológico y el nuestro, en el que el temor a un coloso frígido y a un “intercambio” nuclear ha sido depuesto por el temor a un psicópata desatado y una “bomba sucia”. Fue Fleming el primero en llegar más allá de la KGB, hasta nuestro mundo de carteles colombianos, mafia rusa y otros “actores no estatales” tales como Al Qaeda.
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