Domingo, 11 de febrero de 2007 | Hoy
Por Graciela Mochkofsky *
¿Puede un periodista agregar hechos nacidos de su imaginación para enfatizar, o dar coherencia, o hacer más bello, un relato por lo demás cierto? El debate se llevó una de las cinco mañanas del taller de Kapuscinski en México. Al defender este recurso, alguien, no puedo decir quién, imaginó a la víctima de una tragedia que, al momento de hablar con el periodista, tenía los ojos secos; para mostrar el dolor que ha visto en esos ojos, ¿no podía acaso el periodista decir que la vio llorar? Finalmente, razonó: “¿qué daño hace una lagrimita?”. Muchos no estuvimos de acuerdo.
Kapuscinski presenció en silencio hasta que, presionado a pronunciarse, se volcó a la posición contraria: todo lo que contaba en sus libros era pura realidad.
Era lo que queríamos escuchar, y queríamos más. Cada día, intentábamos que nos hablara sobre las aventuras que contaba en sus libros, sobre cómo los había escrito, pero se escabullía. Prefería escuchar, decía, a los talleristas.
Una mañana, a Julio Villanueva Chang, editor peruano, se le ocurrió una jugada astuta: cedió su turno de hablar al “maestro”. Kapuscinski, arrinconado, contó una travesía por la jungla a la que, delirante de fiebre cerebral, había sobrevivido de milagro. Era un típico relato suyo, exactamente lo que habíamos ido a escuchar, y nos hizo felices.
Tiempo más tarde, en Buenos Aires, Kapuscinski contó que cada vez que llegaba a una ciudad visitaba el Jardín Botánico y el cementerio. ¿Jardín Botánico y cementerio? La declaración, decepcionante viniendo de un cronista de 27 revoluciones, del aventurero que había escrito sus libros, no correspondía al Kapuscinski de México.
Luego, un periodista amigo me contó que lo había interrogado sobre su encuentro con el Che en Bolivia, del que hablaban todas sus contratapas, y que Kapuscinski, luego de varias elusivas, había terminado por admitir que nunca había ocurrido. Releí todos sus libros a la luz de esta revelación, y muchas de sus entrevistas, y me sorprendió no haberlo visto antes: saltaba a la vista que sus relatos no eran periodismo puro.
Su Angola, su Etiopía, su Honduras, su Irán, su Rusia eran su original y extraordinaria reconstrucción de lo que había vivido, pero probablemente fuera en los jardines botánicos y en los cementerios, es decir en su mente, de regreso del campo de batalla, donde se hacían sus libros. No era nuevo periodismo: era nueva literatura. Así debíamos leerlo y, aunque a él le irritara tener que explicarlo, por eso debíamos admirarlo. No como a un escritor haciendo de periodista, ni como a un periodista haciendo de escritor. Como a algo nuevo.
* Periodista. Autora de Timerman: el periodista que quiso ser parte del poder y de Tío Boris.
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