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Domingo, 15 de septiembre de 2002

Queremos tanto a Oesterheld

por José Pablo Feinmann

Empecemos tal como tradicionalmente empiezan las biografías. Dicen, siempre, la fecha en que el biografiado nació y la fecha en que murió. Un comienzo incorrecto para nuestro intento, ya que estas líneas no pretenden ser una biografía sino —para decirlo con sinceridad— la confesión de un amor individual y generacional por un hombre que hizo más hermosas y complejas y tal vez deslumbrantes nuestras vidas. Empecemos incorrectamente, al modo de las biografías, y digamos: Héctor Germán Oesterheld nació en 1919 y murió en 1977. La incorrección del comienzo ya está revelada: no sabemos cuándo ni cómo murió Oesterheld. Creemos que fue en 1977. Creemos que fue detenido el 21 de abril de 1977 por un comando militar en la ciudad de La Plata, en una cita envenenada: una cita a la que debía ir “otro”, pero fue él. Como sea, nada de esto se sabe muy claramente. Los días finales de Oesterheld son inciertos. Como la fecha de su muerte. No sabemos la fecha en que los desaparecidos de este país fueron asesinados. Y Oesterheld es uno de ellos. Hay una gigantesca y trágica paradoja en la desaparición de Oesterheld. Fue el hombre que narró las más brillantes, inteligentes historietas a una generación que fue condenada al martirio y a la desaparición de los cuerpos. Y él (a quien, todos, le decían el “viejo”) sufrió en carne propia (y aquí la expresión “carne propia” no es metafórica, no se limita a decir “le ocurrió a él” sino que dice: “le ocurrió a él en su propia carne, en su cuerpo y en la pérdida de su cuerpo”) el destino de los jóvenes a quienes había deslumbrado desde niños.
Durante la década del 50, Oesterheld trabaja en la editorial Abril. Luego de escribir algunas historias para niños empieza a colaborar en la revista Misterix. En verdad, es él quien le da un rostro a la revista, quien la funda conceptual y artísticamente. Hay, aquí, dos historietas que permanecerán para siempre: Sargento Kirk y Bull Rockett. Una es de cowboys, la otra de ciencia ficción. Tienen un paralelismo insoslayable: no existe un solo héroe sino varios. De aquí surgirá la frase más recordada de Oesterheld: “No creo en el héroe solitario sino en el héroe en grupo”. Creo que Sargento Kirk es superior a Bull Rockett. Creo que a todos los que éramos pibes en los 50 Kirk nos reventó la cabeza. Los héroes tenían debilidades, arrugas, barba y lealtades tenaces. Las historias eran ásperas, no tenían necesariamente finales felices, a veces morían los buenos, ganaban los malos, siempre uno entendía que la vida era azarosa, que nada está asegurado. Ni siquiera el triunfo de los mejores.
Sargento Kirk conjura el genio de Oesterheld con el de quien, aquí, por qué no, vamos a definir como el mejor dibujante de historietas de todos los tiempos: Hugo Pratt. Pratt dibujaba indios nobles, hermosos en sus atavíos extravagantes, cowboys con el rostro trabajado por el polvo del desierto, con arrugas al costado de los ojos, con pómulos rocallosos, cowboys que mostraban los dientes como si le gruñeran a la adversidad o al destino, cowboys de barba crecida, que cargaban unos rifles que hacían un insólito sonido cuando disparaban. Los balazos de Pratt no hacían ¡Bang!; hacían ¡Crack! Ese ¡Crack! expresaba la sequedad del disparo, su minimalismo mortal.
Oesterheld abandona Misterix y solo, por su cuenta, como empresario independiente, crea la Editorial Frontera. Saca dos revistas: Frontera y Hora Cero. Aparece, entonces, la que será su obra maestra: El Eternauta. Una nevada mortal cae sobre Buenos Aires y empieza a aniquilar a todos sus habitantes. Oesterheld arma su relato siguiendo la odisea de Juan Salvo y sus amigos. Valientes, generosos, compañeros, luchan contra el agresor extraterrestre. Pero en un par de años la editorial de Oesterheld quiebra, en gran parte por el carácter romántico y poco comercial de su creador. Oesterheld se enfrenta con sus dibujantes, tienen diferentes puntos de vista. Se siente deprimido y busca una alternativa fuerte. Viaja a Europa con sus mejores materiales para venderlos, para ofrecerlos obstinadamente y poder remontar su crisis económica. La crisis, no obstante, no es sólo económica: Oesterheld se aleja siete meses de su Ranch del Cañadón Perdido, de la casa de Béccar, ahí, donde vive con Elsa, su mujer, y con sus cuatro hijas, donde todo había sido maravilloso. Los vientos de la adversidad comienzan a soplar.
Héctor realiza una nueva versión de El Eternauta para la revista Gente. Con dibujos de Alberto Breccia, la versión gira hacia la izquierda y su visión negra y contestataria incomoda a los editores, quienes deciden suspenderla. Aquí, Oesterheld se transforma en un hombre que se compromete día a día con los sucesos de su país. El golpe de Onganía despierta su abominación por los militares. El Cordobazo lo acerca a lo social. Y la lucha de la izquierda peronista lo cobija en sus complejos pliegues.
En 1974 ya es un cuadro de la organización Montoneros. Esta es su etapa más desconocida, y la que más ardua y escasamente ha sido incorporada a su biografía. Oesterheld ha sido mayoritariamente interpretado como un gran historietista de los años 50 y 60, no como un militante revolucionario. Se le otorgará definitiva densidad si se lo reintegra a sus sueños, equivocados o no. Pero ése fue, también, Héctor Oesterheld: el militante que publicó en Noticias su historieta más claramente política: La guerra de los Antartes. Las similitudes con El Eternauta son muchas, pero hay una novedad decisiva: el agresor ya no es extraterrestre. Es, sin más, simple y contundentemente, el imperialismo.
Como dijimos, casi nada se sabe de sus últimos meses. Estuvo detenido junto a Roberto Carri, que había escrito un libro notable —Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de violencia—, que era, como él, un cuadro de Montoneros y que, también como él, desapareció.
Acaso la nostalgia, su compromiso político y su destino trágico agranden su figura, y acaso por eso lo valoremos, lo queramos tanto. Sin embargo, más allá de todo eso, hay algo indudable: fue un maestro del arte popular. Un escritor único. Excepcional, por decirlo claro.

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