Dom 11.01.2009
radar

Dos fragmentos

Un encuentro con Benito Lynch

Sentado yo en un bar, frente al edificio del diario El Día, de La Plata, solía verlo salir y encaminarse por la acera rumbo al Club Social, del cual era un sempiterno asistente aunque no contertulio, según me dijeron luego.

—Es don Benito Lynch —dijo el mozo del bar—, el que escribe en el diario.

Yo no recordaba haber leído de él nada hasta entonces, tal vez algún cuento, pero sí recordaba la versión en el cine de El inglés de los güesos, encarnada por Arturo García Buhr y Anita Jordán en el papel de Balbina.

A mi modo de ver de entonces, cuando yo rendía exámenes de mis últimas materias en Derecho, era un anciano más bien claro, de frente amplia, cabellos grises, y enjuto y cabizbajo. De tanto observarlo en la calle y cumplir el mismo recorrido, comencé a buscar —tampoco entonces fue tarea fácil— sus libros en La Plata y en Buenos Aires. Hasta que un día lo seguí, cuando salía del Club Social para encaminarse luego por la diagonal 17, y lo vi entrar en una vieja casa, bastante arruinada, con rejas al frente y algunas plantas en la galería.

Luego de unos minutos, con el aldabón llamé a la puerta, y al cabo de una corta espera, apareció una vieja y me preguntó qué quería.

—Quiero ver a don Benito Lynch —dije.

—El no está —dijo la mujer luego de titubear.

—Lo acabo de ver entrar.

La mujer entró a la casa y reapareció para decirme:

—Don Benito dice que para qué quiere verlo.

—Para nada.

La vieja criada volvió a entrar y dijo:

—Siéntese aquí y espere.

Me senté en un banco de madera en la galería. El día era apacible y me entretuve observando a un colibrí entre las hojas de una begonia.

Al cabo apareció el novelista y me preguntó de dónde venía y qué es lo que hacía yo.

—Estudio —dije.

—¿Para qué?

—Para abogado.

—Hay muchos —dijo él—. ¿Y usted, aparte de sus libros de leyes, lee?

—Sí, estoy leyendo ahora La montaña mágica. Pero he leído cuentos de Horacio Quiroga y Nacha Regules, de Manuel Gálvez.

Don Benito parecía escuchar con desgano, pero alcanzó a decir:

—Bueno, esos están bien. Pero el que vale la pena es Lugones. ¿De dónde es usted?

—De Jujuy.

—Conozco Jujuy. Nunca fui allí, pero es como si hubiese ido.

Me explicó entonces que su preceptor había sido el maestro Salinas, que después fue ministro de Yrigoyen, que apenas hablaba de algo que no se refiriera a esa provincia.

Luego me tendió la mano flaca y fría y se despidió.

Muchos años después relaté este encuentro a Ulyses Petit de Murat, que escribió uno de los mejores, y pocos libros, sobre la vida y la obra de Benito Lynch, y me dijo:

—Lo raro es que te recibiera. Era lo que se dice un viejo seco y frío. Pero era el mejor. Aunque nadie lo lloró ni lo recuerda ahora.

Yo lo recordaré a partir de entonces como un anciano que debió de haber sido más alto que cuando lo conocí, que todavía lo era, de rasgos afilados, enjuto y de nariz notable.

Al igual que Horacio Quiroga, toda su vida había sido más que recatada, huraña y, como Quiroga, contaba con varios suicidas entre sus parientes. Pero él murió a raíz de los traumatismos al ser atropellado por un tranvía en diciembre del cincuenta y cinco.

Edipo en Yala

Desde el amanecer garrapateo notas en este cuaderno. Cuando el sol remonta e interrumpo mi trabajo para jugar un rato con los perros sobre el césped de los fondos, A.H., el viejo extranjero que vive en Yala desde el treinta y dos o treinta y tres, me llama dando voces y asoma su cara colorada sobre la pirca, y con el aliento aromado por el anís turco, dice: “¡Ah, me había olvidado ayer: esa mujer, ¿recuerda?, de quien estaba contándole, la de Ocloyas, que se hace concubina del hombre que vuelve después de veinte años, era en realidad la madre. Me faltó decirle eso. ¿Por qué no escribe esa historia?”.

Yo digo:

—¿Qué pasó después? ¿El se arrancó los ojos?

—Nada, hombre, nada —dice él—. Tuvieron once hijos.

Estos dos episodios están incluidos en El resplandor de la hoguera (Alfaguara).

Nota madre

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