Domingo, 26 de abril de 2009 | Hoy
Por Marcelo Figueras
Llegué a Ballard por culpa de la editorial Minotauro. Se suponía que era un sello de ciencia ficción, pero más allá de los libros que justificaban la etiqueta (las Crónicas marcianas de Bradbury, sin ir más lejos), lo más seductor eran los que se apartaban de la norma. Mientras padres, profesores y burócratas de la literatura creían que consumíamos historias menores, en realidad leíamos textos osados, producto de las mentes más originales: desde El señor de los anillos a El hombre en el castillo de Philip K. Dick, desde H. P. Lovecraft y Cordwainer Smith a los textos extrañísimos de J. G. Ballard.
Incluso en los relatos que se mantenían próximos a las coordenadas del género, Ballard iba siempre más allá de sus convenciones. Todavía recuerdo un cuento donde unos científicos liberaban a sus cobayos humanos de la necesidad de dormir. Lo que en principio parecía un triunfo del positivismo capitalista (¡el hombre podría trabajar jornadas más largas!), se convertía en una pesadilla. Desprovistos de la posibilidad de soñar, los hombres del experimento empezaban a enloquecer lentamente. ¿De qué sirve bregar de sol a sol, si en la ausencia de sueños nos desconectamos de nuestros deseos más profundos?
Su idea de que había llegado el momento de explorar ya no el espacio exterior, sino el interior –los paisajes mentales, que los mapas todavía describen del modo más primitivo– sigue siendo válida.
Admito que su ficción más experimental me dejó frío. Pero El Imperio del Sol me pareció un libro bello. Inspirado en su experiencia como prisionero de los japoneses durante la Segunda Guerra, funciona como una precuela de sus obsesiones: la soledad en medio de un mundo deshumanizado, la tecnología disimulando vacíos espirituales, la sensación de profundo abandono y desconexión de sus congéneres.
En su libro Maps and Legends, Michael Chabon menciona a Ballard como parte de la cofradía de narradores –en compañía de Borges, de Calvino, de Vonnegut, de Pynchon– que eligió escribir transgrediendo “las líneas que marcan límites, prefiriendo los márgenes, los estantes secretos entre las secciones de la librería”. Todos ellos, asegura Chabon, pagaron un precio por su arrogancia. Pero los lectores que preferimos la terra incognita a los males conocidos les estamos agradecidos.
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