Dom 29.11.2009
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ALMENDRA 1968-1970

El mundo entre las manos

› Por Diego Fischerman

En 1968 había que esperar que pasaran “Hey Jude” en Modart en la noche para poder escucharlo. Hendrix y Pink Floyd ya existían pero, en Buenos Aires, casi nadie lo sabía. Había algunos grupos que cantaban en castellano, pero la música resultaba poco distinguible de las canciones “mersas” de Palito Ortega, Violeta Rivas y Sandro. Un año antes había salido un simple, un disco con sólo dos temas, de Los Beatniks: “Rebelde” y “No finjas más”. Y estaban Los Gatos y “La balsa”. Con esos pocos datos se quiso construir, más adelante, una historia y una leyenda. Pero ésa era una época y una ciudad que había hecho de “lo distinguido” un tópico central, y en que la invención del rock nacional pasó desapercibida o fue rechazada por casi todos, identificada por unos con lo grasa (se cantaba en castellano), por los que medraban con el tango con la traición a la patria (Cadícamo llegó a escribir una letra donde llamaba “cretinos” y “turros” a los que escuchaban “a los Beat’s”) y por mucha de la juventud con la contrarrevolución. A pesar de eso, y aunque sus efectos no fueran percibidos hasta mucho después, en 1968 pasó algo que cambió ese panorama para siempre: apareció Almendra.

Cierto público había convertido en manual de instrucciones las ironías de Landrú, con sus divisiones entre los mersas y la GCU (gente como uno), después devenidos “lo in” y “lo out”. Ricardo Alejandro Kleinman, el creador y productor de Modart en la noche ,era el hijo del dueño de la sastrería que patrocinaba el programa. Y fue el que, además de promover a cantantes “comerciales” como Sabú o Heleno, fue a ver a Almendra cuando ensayaba en una casa del Bajo Belgrano y le hizo firmar contrato para la RCA Victor. Su programa reflejaba esa apuesta. Allí se irradiaba música distinguida (obviamente “in”), es decir rigurosamente cantada en inglés, de artistas como Gary Puckett & The Union Gap o Bill Deal and The Rondells. Kleinman buscaba imponer, mezclados con ellos, las novedades de Led Zeppelin, Cream, The Who o Traffic que irían apareciendo entre 1968 y 1970. Y su proyecto era que en ese menú hubiera, también, música cantada en castellano. Pero ya no cancioncitas bailables o más o menos pasatistas sino un equivalente argentino de las búsquedas estéticas del rock post-Revolver, que es lo que consumía la juventud con poder adquisitivo, en su mayoría universitaria, en Europa y los Estados Unidos.

El proyecto, en ese sentido, fracasó. Los universitarios argentinos, por razones de otra índole, estaban demasiado ocupados en aprender a tomar mate y escuchar folklore. Y el público del naciente rock argentino terminó siendo otro, muy distinto del imaginado. Pero de esa idea quedó lo que fue el verdadero comienzo (tan cercano del final, por otra parte) de una música jugada en lo estético, riesgosa, aventurera, capaz de dar cuenta tanto de los sonidos de su época (Beatles, Procol Harum, The Who, el primer Pink Floyd) como de la mezcla que un joven porteño tenía entonces en la cabeza: zambas cantadas en la escuela, tangos mal escuchados en la radio y, en muchos casos, infinidad de canciones propias ya compuestas, un poco a la manera de Los Gatos y otro poco a la de las baladas de moda en ese entonces, como la de la película Los aventureros. De esa aventura, que incluyó las primeras revistas que hablaron de esa música, como Pin Up, Cronopios, La Bella Gente y, un año después, Pelo, y festivales como el Buenos Aires Beat o B.A. Rock, quedó Almendra.

En 1968, lo que después se llamó rock no entraba en los diarios. Es más: allí no había crítica de música popular. El pionero, en esa materia, fue Jorge Andrés, en sus notas para la revista Análisis y, un poco después, en el diario La Opinión. Por eso cuando se dice, como en el folleto de la caja que reúne toda la producción de Almendra, que “la crítica los aprobó y el público los adoró”, es mentira. El público era escaso y crítica no había, si se descuenta lo que se publicaba en Pin Up que, más bien, respondía a modestas operaciones de prensa de los sellos grabadores para imponer ese nuevo producto, la “música beat”, que entre 1968 y 1970 inundó el mercado. Sólo así se explica que pregonaran los méritos de artistas de los que no sabían ni el nombre, como se desprende de la primera mención referida a Almendra en esa revista, en el Nº 5, de agosto del ‘68. Allí se lee: “Almendra se llama el conjunto que, seguramente, se va a convertir en la sensación de la primavera porteña. El capo del grupo, José Luis (sic), según algunos de los más entendidos músicos beats de Baires, está destinado a ser una especie de prolífico Lennon argentino: tiene alrededor de sesenta temas compuestos, ‘uno mejor que otro’, según dicen. Almendra ya está grabando sus temas y el mes que viene RCA los lanzará al mercado”.

La primera grabación, en realidad, sería el 20 de agosto, bastante después de que esa temprana exégesis hubiera sido escrita. Ese día, Almendra registró “Tema de Pototo” y “El mundo entre las manos”, y la primera de esos dos canciones comenzaría a ser difundido en Modart en la noche a partir del 5 de septiembre, quince días antes de su publicación. Ambos temas tenían muchos más lazos con la balada juvenil (en parte por los arreglos orquestales y la profusión de trompetas perpetrada por la producción del sello discográfico) que con el rock más evolucionado del momento, cuya filiación aparecería con más claridad, recién, en el tema principal del segundo simple, grabado el 2 de octubre y editado el 2 de diciembre. Allí, en “Hoy todo el hielo en la ciudad”, había una guitarra distorsionada y estaban el vibráfono filojazzístico de Mariano Tito, un pitido electrónico à la Pink Floyd y una de las letras más inquietantes que pudieran imaginarse. En una ciudad donde “el cielo ya no existe” se perforaba el hielo para volar y observar, tan sólo, más hielo. Y, mientras “inmóvil ha quedado un tren” y “no hay nadie que pueda ayudar”, los niños saltaban de felicidad.

“Antes de seis meses, no menos de 30 grupos de virginal anonimato lograron un contrato de exclusividad con alguna grabadora o productor independiente”, escribía Jorge Andrés, en un artículo publicado por Análisis el 30 de marzo de 1971. Allí citaba a un “buscador de talentos” de un sello grabador, diciendo que “en la Capital hay por lo menos un conjunto en cada manzana”, y afirmaba: “Al cabo de dos años de imprudente utilización, el rótulo música beat comprende ahora cualquier tipo de grupo, con la condición de que sus participantes sean jóvenes, no importa si practican una cerrada investigación underground o se dedican a las tonterías más calculadoras”. Para ese entones, ya todo había sucedido. El 21 de noviembre del año anterior, Almendra había actuado en el primer B.A. Rock, en el Velódromo, estrenando gran parte de los temas de su doble, que terminaría de ser grabado seis días después y se publicaría el 19 de diciembre. En esa ocasión, la canción “Rutas argentinas” había sido chiflada por gran parte de los asistentes. Era “música comercial” para los oídos de barricada azuzados por la revista Pelo y su taxativa taxonomía: progresivo o complaciente. El 25 de ese mes sería la última actuación, en el cine Pueyrredón de Flores. Lo mejor de lo que vendría después tendría que ver con esos mismos personajes (en Aquelarre, Pescado Rabioso, el disco Pintada de Del Guercio, Invisible, Jade, las producciones solistas de Spinetta, Los Socios del Desierto) y con algunos pocos de los epígonos que comenzaban a surgir: Charly García, Fito Páez, Baglietto. Y quedaba, como piedra fundante, un álbum doble y un simple desparejos, pero con momentos ejemplares como “Hermano perro”, “Los elefantes”, “En las cúpulas”, “Agnus Dei” o esa obertura de una ópera fallida donde se mezclaba el Pete Townshend de Tommy con un pie rítmico de candombe. Y un disco que sería, para siempre, el mejor de todos. Una tapa que llevaba al diseño la estética de carpeta escolar era allí la puerta de entrada a un mundo heterogéneo, donde, a la manera de los Beatles, cada canción era una sorpresa y donde las mejores tradiciones del rock (búsqueda, inconformismo, curiosidad, afán por conquistar nuevos territorios musicales) se daban la mano con una Buenos Aires de cosmopolitismo conflictivo. En esa ciudad en que la policía se dedicaba a cortar el pelo a “los hippies” y las minifaldas eran consideradas inmorales, y donde Piazzolla se hacía masivo hablando de medios melones en la cabeza y de polizontes en un viaje a Venus, podía aparecer una canción como “A esos hombres tristes”, con sus resonancias de los Swingle Singers y del Burt Bacharach de Butch Cassidy and the Sundance Kid, su lectura del jazz a lá Brubeck y su profunda melancolía. Dónde si no aquí podía haber un rock que cantara cosas tan hogareñas como una hermana que no duerme, historias tan tristes como la de una despedida final en una estación o los “barcos de papel sin altamar” en los dedos de un niño, y mensajes de amor tan ingenuamente precisos como aquel en el que le pedía a una muchacha que soñara “un sueño despacito entre mis manos hasta que por la ventana suba el sol”. Dónde si no en Buenos Aires podrían haber aparecido esas canciones que, todavía, suenan tan diferentes a todo.

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