Dom 29.11.2009
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INVISIBLE 1974-1976

Bienvenidos al jardín de los presentes

› Por Marcelo Figueras

Todas las músicas llevan en el orillo la marca de su época. La mayoría revela su edad con tan sólo sonar: son prisioneras de la historia. Pero algunas músicas tienen una relación más esquiva con el calendario. Pienso en “Visions of Johanna”, de Bob Dylan. En “Strawberry Fields Forever”, de The Beatles. En “The End”, de The Doors. En el “Hallelujah”, de Leonard Cohen. Son piezas que invitan a perpetrar anacronismos, puesto que sirven como instantáneas de su tiempo pero también servirían para musicalizar los momentos en que lo humano perecedero se conectó con lo humano eterno, tanto en el pasado como -por qué no- en el futuro. ¿O acaso no sonará algunos de los apocalipsis como “Metal Machine Music”, de Lou Reed?

La música de Spinetta sostuvo siempre una extraña relación con su tiempo. (Como todas las obras valiosas, la de Spinetta crea su propia temporalidad.) Pero el periplo de la banda Invisible representa una singularidad aun dentro de esa tendencia.

A comienzos de los ‘70, Spinetta había creado música abrasiva y visionaria bajo la etiqueta Pescado Rabioso. Fue un tiempo en que, según propia confesión, blandió “la guitarra eléctrica como espada de fuego” contra todos los males de este mundo. (Una de las razones por las que se toca a todo volumen es para afirmar la propia existencia: la expresión rockera del cogito ergo sum es, qué duda cabe, el riff.) Y sin embargo la vida avanzaba a toda velocidad hacia una zona de tormentas, que mantendría a raya a los arcángeles y sus espadas flamígeras.

Recuerdo anécdotas del Cómo vino la mano, de Miguel Grinberg, que ilustran ese tiempo. Spinetta regalándole al admirado Pappo su mejor guitarra, para que éste la vendiese de inmediato. Pappo pintando las paredes de Spinetta con estas palabras: te niego, no, no, te super niego. Por eso mismo es fácil entender a Invisible como una reacción ante ese agujero negro de pura negatividad que estaba ad portas, y del que Pappo fue apenas un heraldo. Ya que no se podía subir más el volumen, ni distorsionar la distorsión, había que recurrir a otro tipo de estrategias.

Invisible rompe entonces con dos dialécticas en simultáneo: la fuerza bruta de Pescado y los códigos de su tiempo. A la violencia creciente le opone la persistencia en el lirismo. Frente al descontrol, abraza la elegancia. Invisible se rehúsa (perdón por el uso del presente, pero hablo de una música que nunca sonó mejor que hoy) a aceptar las reglas del juego que el poder impone; y en cambio se aferra a la belleza con desesperación, como el Ulises que se ata al mástil para no sucumbir a la seducción fatal de las sirenas.

Este distanciamiento voluntario no se tradujo, por fortuna, en aislamiento. El Spinetta de Invisible estaba en sintonía con su tiempo. Y los destellos que insinuaban los primeros álbumes y singles de Invisible (algunos temas, como “Lo que nos ocupa es esa abuela”, la conciencia que regula el mundo, sonaban todavía a regurgitación de Pescado; pero otros, como “Pleamar de águilas”, se abrían al porvenir: cantar “Si las águilas se esfuman / amanecerá” suponía el pleno ejercicio de la vis profética) alcanzan la compresión del diamante en El jardín de los presentes, obra grabada entre julio y agosto de 1976.

Qué fechas más fatídicas. The horror. The horror...

Y sin embargo, El jardín suena (porque sonaba así entonces, pero ahora más) como un antídoto contra todos los males de este mundo. Ya desde el inspirado título, que no está tomado de tema o verso alguno, sino que es más bien una promesa. (¿Nuestra tierra prometida, nuestro tiempo prometido?) La del ‘jardín de los presentes’ es una imagen que llama de inmediato a visualizar su opuesto: la tierra baldía que teníamos delante, y que de allí en más habitarían los miles de argentinos que empezaban a ser negados, super negados, convirtiéndose en ausentes.

El jardín de los presentes se ofrece, así, como una máquina de dispensar talismanes con forma de canción. Empezando por “El anillo del capitán Beto”, joya beneficiosa pero insuficiente, porque “inmuniza contra el peligro / pero no lo protege de la tristeza”. Después vienen “Los libros de la buena memoria”, seguidos por un instrumental cuyo título es pura elocuencia: “Alarma entre los ángeles”.

“Que ves el cielo” es una epifanía de dos minutos, el Spinetta más simple y más desnudo. Pero esa miniatura tiene una coda dramática en “Ruido de magia”, donde la mujer que baila se convierte en Ofelia (“Te vi como mecida / en algo / cubierta de racimos / más que blancos. / Tú fuiste la querida / en la tormenta. / No llega ya mi voz / a tu alma”), víctima sacrificial de los reyes y príncipes que nunca faltan, y mucho menos hoy.

La desolación es tan grande, que en “Doscientos años” el cantante reclama una palabra que lo salve. Y esa palabra asoma en la canción siguiente. “Perdonado (Niño condenado)” expresa la capacidad cuántica del arte para hacer que aquello que no es, sea de todos modos, logrando que aquel “niño condenado / por el diablo / de febrero” resulte perdonado dentro de los confines de la canción. El broche lo pone “Las golondrinas de Plaza de Mayo”: una música de una belleza tan plácida, tan confiada en la existencia de un futuro, que en 1976 debería haber sonado demencial.

Tan grande es la fe de Spinetta en el poder alquímico del arte, que lo último que suena es una voz que dice: “Bienvenidos al jardín de los presentes”. Como si nos aclarase que la verdadera obra de arte no es lo que acabamos de escuchar, sino las vidas que comienzan cuando la música termina.

El jardín de los presentes sigue funcionando como si hubiese sido concebida para sonar (siempre) mañana. Todavía es, tal como se lo sugiere en “Los libros de la buena memoria”, “un vestigio del futuro”. Tanto es así, que en los umbrales de 2010 la canción sigue cuestionándose: “Doscientos años. / ¿De qué sirvió / haber cruzado a nado la mar?”, como si Spinetta hubiese escrito la canción para que nos interpelase desde el Bicentenario.

Deberíamos escuchar este álbum más seguido. Porque en el vacío de las músicas de hoy, suena como el eslabón perdido. Y porque está claro que, ay, todavía estamos lejos de llegar al jardín de los presentes.

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