Domingo, 21 de marzo de 2010 | Hoy
Por Diego Fischerman
Si toda obra es abierta (ecos de Eco, qué duda cabe), la del cantante popular lo es en extremo. ¿Cómo escuchar sólo sonido allí donde hay identificaciones, un personaje amado, un pacto autobiográfico; donde cada canción se supone una confesión o una declaración y en ese territorio donde la frontera entre el autor y su ficción se borra? Es decir, ¿cómo escuchar a Serrat sin saber quién es Serrat, cuál es su historia y, tal vez más importante, la historia que con él ha compartido, en secreto, quien lo escucha?
Hijo de la luz y de la sombra no es un disco cualquiera sino un disco de Joan Manuel Serrat, y ni siquiera es uno más de sus discos sino aquel en el que vuelve –y luego de una enfermedad a la que, todos lo saben, casi siempre se vuelve– a cantar poemas de Miguel Hernández. El que pintó como pocos la España un poco rural, atravesada por pasados espesos, del final del franquismo, y convirtió en estrellas populares a los poetas de la Guerra Civil, regresa a ese universo con el inocultable gesto de quien cierra un círculo.
Con sus puntos más altos en las canciones más íntimas –“Cerca del agua”, “Tus cartas son un vino”– y en un exquisito valsecito –“Las abarcas abiertas”–, Serrat ronda la clase de melodías y arreglos que convirtió, a lo largo de más de cuatro décadas, en marca de fábrica. Hay también allí una sensación de vuelta al hogar imprescindible para quienes lo sienten parte de sus vidas, y posiblemente incomprensible para los otros. La voz tiene un vibrato mucho más marcado que en los años de juventud. Y lo que importa, en todo caso, como en esa mujer que sale de una pileta en el comienzo de una novela de Kundera, es la manera en que tras las arrugas y el cuerpo trajinado se trasluce ese movimiento antiguo; ese guiño, esa coquetería, esa mirada infantil.
Hay, además, una canción que podría, salvo por unos coros demasiado concesivos con estos tiempos, ser de las viejas. Que podría haber estado en aquel álbum de tapa casi negra y textura granulada cuyos bordes se redondeaban en el tránsito de casa a casa y, a veces, de hogares a exilios. “Hijo de la luz y de la sombra”, con esa exacta –o exactamente serratiana– combinación entre erotismo y épica, es el cierre –no podría ser otro– del cierre. Quizá sea una clausura provisoria. Así como aquel éxito de “Tu nombre me sabe a hierba”, los comienzos en catalán e incluso el disco con poemas de Machado fueron un poco el preludio de esa historia que comenzó con Hernández, lo que llegue después de esta vuelta al paisaje del poeta se convertirá necesariamente en comentario. En apostilla. Nadie dice que no habrá otros discos. Serán epílogos.
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