Domingo, 21 de marzo de 2010 | Hoy
En febrero, Guillermo Saccomanno ganó el premio Seix Barral en España con una novela sorprendente e inesperada incluso para sus lectores: El oficinista. Oscura, breve, desahuciante, de aires futuristas, el libro ofrece el retrato de una realidad que late en la nuestra, y la agónica esperanza de un mundo en el que todo parece perdido, incluso el amor. En esta entrevista, el mismo Saccomanno recuerda la génesis de la novela y reflexiona sobre ella. Además, dos lecturas sobre un libro que irrumpe de manera insoslayable en la literatura argentina.
Por Angel Berlanga
Para él ahora es siempre y siempre es de noche.
Guillermo Saccomanno escribió eso casi al final de El oficinista y ahora, en el ahora tentativo en el que está por empezar esta entrevista, la noche también está aquí, del otro lado de los ventanales, edificio sobre avenida Córdoba, noveno piso vista interna de manzana, al toque del Bajo, los Catalinas recortados contra el cielo de Buenos Aires. Saccomanno tiene pasajes de micro para volverse mañana temprano a Gesell con su mujer y su hijo: no ve la hora, dice, de viajar para allá, de retomar las caminatas por la playa, de aplacar las vibraciones del sacudón. “Escribí la primera versión de este libro en un mes y medio, durante el verano de 2003 –arranca–. Desde entonces, mientras escribía la trilogía de La lengua del malón –la saga del profesor Gómez– y El pibe, mantenía a esta novela como si fuera de repuesto; cada tanto la agarraba, la corregía, la lijaba, y veía si podía participar de algún concurso.” La mandó a unos cuantos y nada, dice. Hasta que, luego de capas y capas sucesivas de trabajo –¡pin!–, ganó en febrero pasado el Biblioteca Breve de Seix Barral, un premio que tiene en su podio, allá atrás en el tiempo del boom a La ciudad y los perros, Vargas Llosa en su mejor época, y a Cambio de piel, de Carlos Fuentes, por citar un par de ejemplos. Así como puede pensarse que está bárbaro que Saccomanno se lleve ese premio, también pueden haber sido oportunos los rebotes previos si es que indirectamente condujeron a que El oficinista decantara al librazo que es hoy. Algunas razones más directas, en contrapartida, están en un trabajo con la literatura que lleva décadas. Un convencimiento, una militancia, ahí, de Saccomanno.
El sacudón, por si hace falta aclararlo, fue una meningitis que, también, le cayó en febrero. Casi se le viene la noche: lo que parecía una angina derivó en un cuadro que casi lo cambia de categoría. Yiró por cuatro hospitales hasta que, hace unos pocos días, le dieron el alta. La enfermedad le chupó color, energía, kilos; catorce kilos, precisará Saccomanno dentro de un rato, al pie del ascensor, y mostrará el pellejo: flaco. En los ojos, en cierta inquietud, se le sospechan los ecos del susto. Ayudaron para que zafara, le dijeron, las caminatas playeras, su notable salud previa: parecía tener, desde hace largo tiempo, diez años menos. “Fue una road-movie hospitalaria”, bromea. “¿Sabés lo que es ver a tu hijo desde adentro de la ambulancia, que se cierren las puertas y que arranque?”, no bromea. Esa es la última escena en Gesell y no hace falta, entonces, abundar sobre sus ganas de volver, de estar allá mañana, el mañana subsiguiente a cuando ocurre esta entrevista recién empezada que ocurrió hace unos pocos días.
ASCO A LA CLASE MEDIA
La frase al comienzo de esta nota y casi al final de la novela, para él ahora es siempre y siempre es de noche, pinta como una clave poética de El oficinista. Saccomanno construye una niebla temporal en una ciudad que no nombra, que podría ser ésta u otra, con rasgos que parecen pertenecer al pasado, al presente, al futuro. Una ciudad con jaurías de perros clonados, atestada de indigentes que duermen en las calles, patrullada todo el tiempo por helicópteros artillados, con bombas que estallan a cada rato y en cualquier sitio, con chicos que ponen energía en el consumo, las masacres en sus propios colegios y la práctica de kick-boxing, con la expectativa de ser estrellas de un espectáculo que es pasión de multitudes. Una ciudad sobre la que caen lluvias ácidas, “en la que no se puede discernir entre el día y la noche”. En ese escenario retrata de cerca la maquinaria mental de su protagonista, un sujeto aterrado con la posibilidad de perder el trabajo, obsecuente, paranoico, que alterna en su rumiar entre la conciencia de su sometimiento –a las reglas de la oficina y de su mujer– y la latencia de lo que podría ser, si se lo propusiera, su otro lado, el feroz-jugado-valiente. Ese otro hipotético, espejo deformado del que es, cree tener chances de corporizarse ante la irrupción en su vida de la secretaria, una chica que le copa expectativas. Ahí está el amor, piensa el oficinista. Por ese amor podría hacer cosas descabelladas, se dice. Y cualquiera podría caer en la volteada: el misterioso compañero que toma notas en un cuaderno, el mismísimo jefe, su propia familia. Ni él mismo sabe hasta dónde podría llegar.
“Al comienzo era un libro que estaba escrito casi en clave de novela rusa, como aquellas que uno ha leído en esas traducciones españolas de comienzo del siglo pasado –reconstruye Saccomanno–. Después me di cuenta de que ese efecto era caricaturesco, lo convertía muy en ‘a la manera de’. Y lentamente, a medida que iba buscando un tono con la trilogía, lo fui depurando. Todos estos años, me doy cuenta, apunté a eso: siempre pensé que menos es más. Este libro, entonces, es casi lacónico, prescinde de toda adjetivación. La mejor manera de contar un universo gris está en prescindir de toda estridencia. La historia de oficina es un género; Dostoievski señala que todos venimos de El capote de Gogol y desde ahí, pasando por Memorias del subsuelo, hasta Kafka, el Bartleby, y más acá las historias de Roberto Mariani hasta llegar, si querés, a Mario Benedetti, tenés un género.”
El oficinista impresiona en una primera lectura como un libro tuyo bastante distinto de los otros, sobre todo en términos de estilo o de tempo de la prosa. Y sin embargo, noté después, hay cierto parentesco con 77, por ejemplo, en cómo el clima social, las relaciones de familia y el sexo conforman un paisaje urbano muy opresivo.
–En la época de la dictadura había pensado un título para una novela que nunca escribí: Pintura negra. Siempre lo tuve presente y, si te fijás, podía prestarse para 77 y mucho más para ésta, que es un universo negro. Esa oscuridad está al alcance de nuestra vista si bajamos a la calle, al Bajo, a esta confluencia en torno de la Terminal Retiro, donde tenés la villa, los pibes chorros, las putas, los travas, los yuppies que van a trabajar a Puerto Madero y se sienten los dueños del mundo. Y después están los sin techo, los hambrientos que están tirados y duermen en los Banelco, que vos los ves y pensás: “A lo mejor este tipo era uno de los yuppies que ayer caminaba derecho y erguido, triunfador, hacia los rascacielos”. Me interesó capturar todo ese universo, con algunos elementos de violencia y tal vez tensando algunos rasgos de futuro que no lo son tanto.
Y subraya, Saccomanno, que lo futurista no es para tanto. Que está bien, que hoy no andan los helicópteros artillados, pero que en determinados declives, 2000, 2001, el panorama en la ciudad era así de desolador. Que hay mucho murciélago, dice, y cabecea hacia la noche. Que sólo le interesaba contar una buena historia apelando a los autores que lo marcaron, que el libro puede leerse como un tributo a la novela rusa y a Kafka. Y que, por supuesto, también puede entreverse a Roberto Arlt: ahí están la ofensa, la canallada, la traición. Rengos: el oficinista lo es. Hay un pasaje memorable en el que la secretaria se le pianta y, en su carrera, rompe un taco. “Al verla renguear, él piensa que son el uno para el otro”, escribe Saccomanno. “Y sí, me interesaba que también hubiera humor –dice–. Contaban los amigos de Kafka que cuando leían La metamorfosis todo el mundo se reía, que él se desgañitaba. Me interesaba que la trama de la novela operara como una ley de Murphy, porque yo creo que las leyes del capitalismo son como las de Murphy: si todo puede ir peor, todo va a ir peor.”
¿Cuánto de oficinista y cuánto de ese compañero que escribe tenés?
–He sido los dos. Trabajé como creativo publicitario, pero era oficinista: un tipo que tiene que fichar, cumplir un horario. El trabajo en el sistema capitalista te sodomiza: eso de “el jefe te cogió”. El sistema siempre te coge, que es la fantasía que tiene el protagonista. Por otro lado me ha pasado que trabajando ahí, muchos años, mientras soñaba y anhelaba ser escritor, robaba tiempo a las campañas para poder escribir algún relato, trabajar una novela de costado. Yo creo que el sistema te impulsa a ser traidor. En una oficina, por otro lado, se generan relaciones casi de jaula de zoo: ahí se coge, se traiciona, se trepa; puede haber gestos solidarios, pero son los menos. Y esto responde a una lógica de comportamiento de clase media, la más suicida y autodestructiva de las clases. Que además se traiciona a sí misma todo el tiempo: en vez de pensar una estrategia de cambios en términos de justicia, la piensa en términos de resentimiento, de encono. Me da asco esa clase: la conozco, pertenezco a ella, aunque pueda estar corrido como escritor o intelectual. Y es paradójico pensar que serán de clase media quienes compren mis libros: ¿quién, si no, podrá pagar 60 pesos?
LA POESIA Y EL COTO DE CAZA
“Esta es una ciudad con la que tengo una relación de amor-odio”, dice Saccomanno, y no parece encontrar una relación entre su asentamiento en Gesell y esta mirada literaria sobre la hipotética Buenos Aires de El oficinista. En cuanto a la decantación de su prosa, que nota también en 77, sí plantea un argumento: “Leo cada vez menos ficción y cada vez más poesía y ensayos –dice–. La poesía es como un viento, una sudestada que limpia, despeja vicios y esquemas. No es difícil escribir bien, eso se logra con oficio; el asunto es cómo escribir en zona de riesgo. Y para eso, como sostenía Genet, hay que escribir contra uno mismo: que la prosa juegue en contra de tu propia certidumbre. Porque uno se acerca al hecho de narrar pensando que tiene una verdad, que sabe de lo que se trata, y mientras escribe se da cuenta de que no. La poesía te da esa zozobra, porque de pronto una determinada palabra te dispara a una zona de ignorancia, o de pasado, o de descubrimiento, y te consterna. No la tenés clara. Vos podés tener clara la trama, pero lo que cuenta es la manera de narrar. Mi novela no tiene una trama guau, pero busqué un mecanismo narrativo que condujera a la opresión, un fraseo que me ha dado la lectura de poesía. De ahí viene, también, la incorporación de los textos con referencias científicas, plásticas o geográficas que lee de revistas el oficinista, el recurso de airear el libro”.
Dijiste, sobre la trilogía de Gómez, que intentabas hablar desde lo literario y que te desviabas siempre a lo político. Si en esos libros parecía una apuesta aludir directo a la Historia y a la política, en El oficinista los nombres propios están borrados. La política se entrevé en las sombras.
–Sí, está borrada y sin embargo está presente. Mirá, es deliberada la inserción del iceberg, el momento en el que el oficinista camina en la noche y llega a una ribera y lo ve. Esta me parece mucho más literaria, pero en las anteriores esas búsquedas están: en La lengua del malón por el lado de la literatura argentina, en El amor argentino canibalizando Roberto y Eva, y especialmente en 77 con la literatura de esa década, Walsh, etcétera. En El oficinista, insisto, predominó un mecanismo de composición poética. Si mirás esos estantes, están cargados de poesía; las últimas notas que escribí fueron sobre Robert Lowell, Ungaretti, Mario Trejo, Paul Celan. Me voy metiendo cada vez más ahí. Soy un pésimo poeta –-de vez en cuando puedo llegar a borronear un poema–, pero creo que ahí hay algo: para los narradores no hay como leer poesía, de lo contrario te quedás en el coto de caza de siempre. Y no lo digo en desdén de la modernidad, de lo contemporáneo. Tal vez por edad me doy cuenta de mis vacíos, que se parecen a desiertos. Y entonces quiero recuperar ese tiempo de lecturas perdidas.
Y acá es cuando llegan Carolina, su mujer, y Anselmo, su hijo de año y medio. Unos saludos, unos comentarios sobre el viaje de mañana y la propuesta de Saccomanno de seguirla en otro lado. El índice que llama al ascensor y la mano que levanta la polera negra: flaco. Hora de cargarse algo en el bar de los gallegos, a una cuadra. Por San Martín algunos chicos remueven basura, acomodan cartones. No hay comparación con el crac de 2001, pero con qué naturalidad se ven, hoy, como parte del paisaje urbano.
OBSESIVA Y PASIONAL
No hay quien zafe en la novela y eso, dice Saccomanno, es deliberado. “En principio, la respuesta es política, si querés –argumenta–. Es muy difícil que alguien pueda ser libre en una sociedad donde no hay distribución equitativa de la riqueza. Nadie se puede realizar en una sociedad que no se realiza. Todos, de alguna manera, están marcados en su relación con respecto al sexo, al dinero, al poder; y todos buscan el amor: él cuando se enamora de la secretaria, ella cuando busca trepar, el jefe cuando busca tener niños rubios, como símbolo de status. El amor se busca, la necesidad está, pero, ¿se puede encontrar? No hay novela que no hable de amor, pero cuando salís al amanecer y ves esa gente tirada, ¿qué es el amor? Creo, por otra parte, que escribí esta novela no sólo desde mi mirada sino desde todos mis miedos. Y creo que contiene, también, los miedos de los lectores.”
Pero, ¿no hay, entonces, signos genuinos de solidaridad social, o relaciones familiares que realmente sean afectivas? ¿No existen, no conviven con la negrura? Saccomanno aclara que puede parecer contradictorio lo que va a desarrollar, apunta que colaboró por ejemplo, el año pasado, con el Ministerio de Educación y también con la CTA de Neuquén, y dice que a él le da la impresión de que lo que tallan, más bien, son las épicas personales. Como los foros de lectura de Mempo Giardinelli en el Chaco, ejemplifica. “Hay casos –admite–. A mí me salvó la vida el hospital público de Mar del Plata. Abría los ojos y estaban los pibes ahí, médicos jóvenes laburando a pesar de las condiciones de escasa sofisticación. Puede haber también un proyecto interesante en lo que hace Milagro Sala. Pero creo que no es lo que impera, que esta sociedad está teñida de valores reaccionarios de clase media. Por momentos es un país profundamente reaccionario, y la prueba está en el Congreso, en los partidos de izquierda que terminan haciendo alianzas con el Turco. Eso marca, quiebra el optimismo. Este Gobierno es catrasca: uno tiene que estar defendiéndolo en virtud de tres aciertos porque, si no, parece que estás en la vereda de enfrente. Yo creo que el panorama es oscuro: han vuelto a aparecer personajes de la política siniestros. Y los nuevos son fascistas jóvenes, como De Narváez.”
“Yo he ido a leer a colegios donde te encontrás con pibes incontrolables, porque llegan falopeados o borrachos, o golpeados –sigue Saccomanno–. Ese pibe no puede prestar atención. No hay celadores, hay huelga docente. Tienen derecho, por supuesto, pero no abandonen el aula, porque esos pibes no tienen dónde ir. Por otro lado es injusto pedir que el aula sea un comedero. Dentro de este contexto, ¿qué sentido tiene escribir, cómo se escribe, qué? Creo que son situaciones que hay que plantearse. De lo contrario estamos escribiendo para Palermo: ¿quién comparte mi problemática, quién compra esto? ¿La señora del country, que va a decir qué señor sensible soy yo? No lo digo demagógicamente: creo que el lugar de militancia de los escritores es el colegio. Y no se trata sólo de que lean: ¿qué leen, cómo lo metabolizan? Son preguntas que los docentes no siempre se hacen. Estas son preguntas que me hice durante estos años. Ahora, por este ataque que me dio, no creo que pueda seguir yendo, al menos por un largo rato. Pero conozco bastante bien el paño.”
Saccomanno dice que una pintura, un poema o un relato apuntan, siempre, a dejar algo. “No creo en la gratuidad –señala–. De lo contrario entrás en la banalidad, en la superficialidad. Por ahí estás en la zona del mal. ¿Qué genera la frivolidad? Violencia. Yo pienso que el arte sirve para algo, aun cuando mañana envuelvan basura con el más bello artículo de poesía que pueda escribir. A alguien le va a llegar. Yo sé que la literatura no cambia el mundo. Pero no hay nada más emocionante que cuando un pibe descubre, al leer, que el escritor pasó por algo semejante, que esa historia le cuenta lo mismo que le pasó a él. Hay, ahí, un mecanismo de solidaridad que funciona. A eso apunto cuando hablo de la función, que no sea sólo evasión. Por supuesto, no intento imponerle esta idea de la literatura a todo el mundo, otros pueden no compartirla. Mi relación con la literatura es bastante obsesiva y pasional.”
LA NOCHE, EL BOLSO
¿Qué peso tiene la historieta en la composición de El oficinista?
–Bastante. Hace muchos años escribí una historieta con una trama parecida para Mandafrina, El condenado. Transcurría en los años ’20 y le di vueltas a eso. La historieta es un género que me ha nutrido, que me dio oficio y me enseñó a superar todo temor a la página en blanco. Y me enseñó a trabajar sin prejuicios. La cultura popular te da, afortunadamente, libertad expresiva. Ahí se tocan la poesía y la historieta: son, por excelencia, géneros libres. Por supuesto que también exigen rigor, juegos musicales: puede trazarse una analogía entre el cuadro y el verso. Ya no leo historietas, y las escribo muy de vez en cuando, pero es un género que admiro. Más de una vez me pregunto: “Y si esto fuera una historieta, ¿cómo la sigo?”.
En busca de la asepsia en el tono, el trabajo con El oficinista implicó la poda de la tercera parte de lo que había escrito. No hay diálogos directos en la novela: “Eso le dio un tono de expediente, un lenguaje entre judicial y oficinesco –explica Saccomanno–. El juego retórico acá es que no hubiera retórica. En un momento el libro se convirtió en una caja en la que podía ingresar todo, por lo de Murphy: si puede ser peor, va a ser peor. En procura de esa depuración absoluta quedaron afuera chicos soldados, experiencias nucleares, tecnologías contemporáneas: era interminable. También podé muchas situaciones que él vivía. Por otro lado quería salir de la novela de primera persona, de ‘yo sufro mucho’, de ‘me separé, qué triste estoy’. No quería una narrativa de pelusa en el ombligo”.
Saccomanno dice que El oficinista tiene rasgos de películas como Brazil, del Kafka de Orson Welles, de 12 monos. “Lo que enloquece es que el futuro ya está aquí –plantea–. Vos estás trabajando con tu mini-ordenador y enfrente están los pibes de la 31 matándose con pegamento. Macri refaccionó Reconquista para el turismo, pero a tres cuadras te caíste del mapa. Yo no inventé nada: acá mismo conviven el glamour y la violencia.”
Comió poco, Saccomanno: va a tardar en recuperar kilos. En la calle, en la noche del Bajo, turistas, indigentes, oficinistas. Saccomanno se despide: tiene que armar el bolso. Mañana vuelve a Gesell.
Salud.
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