ALEMANIA 1974: EL PRIMER RECUERDO
› Por Martín Pérez
No sé si quien tuvo la brillante idea de que se lleven a cabo cada cuatro años pensó en ese detalle, pero un Mundial es algo así como una instantánea de nuestra vida. Sin ellos, recordar sería mucho más difícil. Porque cada Mundial tiene su propia historia. Pero para un simple espectador, la suya se construye con lo que sucede de un Mundial a otro. Esos partidos y esos recuerdos mundialistas, en cambio, son sólo apenas instantáneas que ayudan a reconstruir una vida que, de otra manera, tal vez perdería toda cronología. Porque uno puede no recordar exactamente cómo se sucedieron los hechos que nos llevaron hasta esa casa, hasta ese trabajo, hasta esa mujer. Pero seguramente recuerda en dónde vivía cuando Burruchaga hizo esa larga carrera hasta la Copa del Mundo, dónde trabajaba cuando a Maradona le dio positivo el antidoping, o a quién besaba cuando aquel sueco metió ese tiro libre fatal, y un día que ni había empezado se acababa de terminar.
Tal vez sea por eso que, cuando tengo que pensar en mi Mundial preferido, voy directamente al primero que recuerdo. Y el primero es Alemania ’74. Tenía apenas 7 años, y ese Mundial es pura instantánea para mí. No tengo ni un solo recuerdo enmarcado en la imagen de un televisor, el relato propio del campeonato no me incumbe en lo más mínimo. Es el Mundial del gol en contra de Perfumo ante Italia, el de la humillante goleada ante Holanda, el de ese tan triste partido de despedida ante Alemania Oriental que casi ni se transmitió, ya que coincidió con el fallecimiento de Perón. Pero, para mí, Alemania ’74 no es nada de eso. Es Mukombo, aquel zaguero de Haití que era la figurita más difícil del álbum oficial del campeonato. O Tip y Tap, dos alemanes abrazados que fueron las mascotas oficiales del evento. Y la imagen que resume ese Mundial en mi memoria es la de mi viejo sentado frente al televisor en el debut y derrota de Argentina ante Polonia, puteando porque todos los rebotes les caían a ellos.
Cierro los ojos y lo recuerdo. Recuerdo el living de ese departamento en Colegiales. Recuerdo a mi viejo bien cerca del televisor, tanto que los dos aparecen en la misma imagen, casi como si formasen parte del mismo cuadrito de historieta. Recuerdo también los mundiales que siguen, cada uno autista a su manera, uno en su festejo y el otro en su derrota. Y me quedo con esa larga puteada como una postal de mi viejo ante el fútbol, hasta empalmarla con otra aún más memorable, la que sucedió al gol del empate de Alemania en la final del ’86, ya en un noveno piso de Villa Martelli. Pero sólo porque después viene el festejo. Y porque en ese campeonato arranca mi propia historia con los mundiales, con los recuerdos ya dentro de la imagen del televisor. Y de los partidos. Y de eso que llaman vida, que es lo que sucede en esos cuatro años que no se juega un Mundial.
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