ALEMANIA 2006: LA CAíDA
› Por Sonia Budassi
Más allá de necesarias reflexiones sociológicas, me encanta que durante el Mundial se suspendan ciertas reglas de la rutina. Seguirlo sin culpa ni exigencias enciclopédicas que demandarían aprender, como aprenden otros, todos los detalles.
El Mundial es como descubrir, de pronto, un género nuevo. Como si leyeras comics durante mucho tiempo y después te encontraras con un libro que no tiene dibujitos.
Cada vez que termina uno, viene el siguiente para cambiar las cosas y plantear nuevas peripecias. Por eso mi mejor momento siempre corresponde a la temporada anterior. También como en las series, de entre muchos personajes, te identificás más con uno o dos. En 2006 acusé a un amigo: “A vos te gustan los delanteros, sos un exitista”. La distribución del fanatismo es injusta. Nunca nadie es hincha de un defensor. El Ratón Ayala, entonces, ganó mi corazón más que cualquier goleador. El defensor es esmerado y, por más que sea elegante, por más que sea inteligente y vea y piense todo el partido desde su perspectiva privilegiada, organizando a quienes tiene adelante y anticipando ataques, pocas veces acaparará la atención por algo positivo. Las cámaras lo enfocan y los periodistas lo señalan, claro, si lesiona a un delantero o se le escapa una marca.
También ganó mi fanatismo un rubio que en ese entonces –mis preferencias eran objeto de burla– se asemejaba bastante a un refugiado castigado de un país del Este. Cambiasso se estaba quedando pelado, pero se dejaba unas chapas largas, solitarias, desprolijas, que flotaban al costado de su cabeza. Por efecto transpiración, muchas veces un mechoncito, desagradable, le quedaba pegado en la frente. No era defensor, pero tampoco delantero.
El relato que es el Mundial es atrapante por la carga hiperbólica y el desborde emocional que lo emparientan, varias veces, más a la tragedia y al melodrama que a la épica. (“No sólo no tengo ganas de jugar sino tampoco de vivir”, declaró, tras no escuchar su nombre en la lista de 2006, Martín Demichelis.)
Argentina vs. Serbia y Montenegro: 6 a 0. Euforia absoluta; felicidad total. El rubio hace un súper gol después de 25 toques que habilitan la gozosa gastada del “ooole-oooleeee” cada vez que la pelota cambia de pies. Esteban Cambiasso grita desaforado y es un vikingo: contradice ese aspecto flojo que le atribuían mis amigos. Es como si el gol lo hubiera hecho yo.
A diferencia de los folletines, no se sabe cuándo nuestro personaje va a dejar de actuar. El rival es Alemania. Todos juegan bravísimos, esforzados, hay nervios y excitación. Y la sinergia entre dos sentimientos opuestos es en este caso como dos tornados que chocan entre sí. Ayala hace un gol, importantísimo (los relatores usan el cliché del “esto es una final”). ¿Se imaginan lo trascendental que es, para un defensor, hacer un gol? Clímax cuando corre serio y rutilante señalando, generoso, a quien le hizo el pase al grito de “Es tuyo, es tuyo”. Bravura y solidaridad.
Después, Cambiasso erró un penal. El final lo sabemos todos. No quiero sonar morbosa, ni masoquista. Pero ver a mis héroes, los más carentes de hinchada, llorar como niños, con hipo, como Cambiasso; y a Ayala tirado en el pasto, lagrimeando, perdido y mostrando una pesada debilidad; algo tan impropio de un guerrero. Tanto exabrupto dramático puesto en acto, no en palabras, fue, confieso, uno de los mejores espectáculos catárticos que vi en mi vida. Ayala volvió hace poco a jugar en Racing. Todavía simpatizo con él, pero no quise verlo y por suerte soy de Independiente: sé que tampoco iba a poder olvidar otra imagen potente, tristemente mística, reproducida en una excelente fotografía: él tirado en el piso con los brazos extendidos, crucificado al campo de juego. Sus compañeros son Magdalenas que se agarran la cabeza, desesperados. Un brasileño vil ríe detrás. “Que en paz descanse”, había titulado Olé. Mis héroes no renovaron contrato para seguir la nueva película de la saga.
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