MUNDIAL ’78: LA FIESTA Y EL HORROR
› Por Pablo Ramos
Fue para el Mundial ’78, durante el festejo, cuando le dio el infarto a un amigo de papá al que le decían León. Creo que el apodo venía de la propaganda de Durax, porque éste, que era judío y se llamaba Leonardo, era también un León vendiendo alguna cosa. Durante el mundial mi padre vivió los partidos nervioso, con una extraña tristeza que yo no llegaba a entender. Yo estaba en séptimo grado y en la escuela nos habían dicho que los argentinos éramos personas morales y que había sido una ofensa eso de que una comisión de extranjeros hubiera venido a juzgarnos. Luego repartieron calcomanías con un corazón “albiceleste” que decía en letras negras “Los argentinos somos derechos y humanos”. Y la directora nos despidió a unas vacaciones adelantadas diciendo que había que tratar bien al “turista del mundial”, ya que todos éramos representantes, “embajadores” de la patria en aquellos días.
Yo nunca llegué a ver a ningún turista, y supuse que a nadie le interesaría visitar mi barrio El Viaducto. Y por lo tanto me mantuve al margen de eso de tener que tratar bien a los desconocidos.
En el sindicato de papá había problemas. Papá decía que “faltaban” muchos compañeros. Yo no entendía bien esa palabra, en realidad la entendía al revés y pensaba que, en vez de ir a trabajar, los amigos de papá se quedaban mirando el mundial en la casa, y me parecía bien.
Y el mes pasó así, a puro fútbol sin escuela, con el milagro ante Perú (mi padre me contaría otra historia tiempo después), los que “faltaban” sin aparecer ni dar señales de vida, y la alegría de los que no veían más que fútbol, porque éramos niños, o porque eran ciegos. Así: en el cielo para unos y el infierno para otros, así: divididos por el odio y unidos por un amor ficticio, con esa Respiración artificial que se hacía cada vez más tóxica. Hasta la llegada a la final de la mano de mi ídolo y la figurita más difícil después de Carrascosa: El Ratón Ardiles, recontra infiltrado, con un dedo del pie roto.
Nuestro televisor era blanco y negro, pero el del ruso León era un Telefunken PAL Color, una tremenda máquina alemana de felicidad total. Y nos fuimos a ver la final.
Papá y León eran amigos pero no hablaban nunca de política. Era algo que ellos habían arreglado para poder seguir siendo amigos. Para papá, León era gorila, o por lo menos tenía esa actitud apoyando a los milicos.
Resumo el partido que todos sabemos: gol de Kempes a los 38’ y dominio permanente de Holanda. Argentina sólo mete. Empata Holanda a los 82’, y una desinteligencia de Olguín con Fillol termina en el palo. Aún se dice que ese 25 de junio fue el día con más infartos en el país (no sé si contarán en la estadística los producidos en los campos de concentración). Alargue. Kempes y Bertoni liquidan el partido. Fiesta. Y en medio de la fiesta, en la avenida Mitre, esto:
–Decime, Angelito, decime ahora que estamos todos desunidos -–le grita León a papá.
–La fiesta vale, pero me faltan –otra vez esa palabra– muchos compañeros en el sindicato.
Todos gritamos, yo en hombros de papá, mi hermano en hombros de otro que no me acuerdo. Entonces alguien llega, abriéndose paso entre la multitud, y le habla, desesperado, a León al oído. León se toma del hombro de papá, apenas logra darse vuelta antes de agarrarse el pecho y caer.
Desde ese día, faltan en el barrio él, su hija mayor y su yerno. El único enterrado en el cementerio judío de Avellaneda es, por supuesto, el ruso León.
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