Domingo, 29 de agosto de 2010 | Hoy
Por Maria Moreno
Fogwill era un yachtman que, por un retro romántico en su cultivado cinismo, se empobreció a medida que fue convirtiéndose en el escritor que siempre había sido.
En los años pos dictadura la denegación de toda violencia alcanzó las zonas más banales y los dichos de Fogwill comenzaron a jaquear un campo cultural en donde las buenas maneras en el trueque de reconocimientos mutuos exigían agraviar solamente a quien no tenía poder para poner una nota de calificación, invitar a un congreso o negar una promoción: cuanto más timorato era el humillado más parecía gozar de la injuria, con risas que se le adelantaban como si la injuria, en lugar de una interpelación, fuera el fruto de un modo de ser (Fogwill), con orgasmos de masoquismo por la certeza de que el injuriar era una forma de reconocer (¡y la mayoría de las veces no era así!). Cuanto más Fogwill defenestrara un lugar o a una persona, más posibilidades tenía de que el lugar le abriera sus puertas y que la persona se sometiera a su servidumbre: como publicista él sabía que las razones eran varias, todas a su favor: si el humillado devolvía bien por mal era 1) para evitar un agravio mayor, 2) para dandyar fingiendo que no le importaba, 3) para hacer uso de la marca Fogwill.
Como en tantos gestores del autodiseño, había en Fogwill una política del nombrar. Si Lucio V. Mansilla nombraba para ceñir a los miembros de una elite con el alambrado por sobre cuyos hilos espiaran y envidiaran los públicos; si Roberto Bolaño, que compartía con sus lectores el saber sobre su riesgo de muerte, en Derivas de la pesada y Sevilla me mata, nombraba para inventar un canon al mismo tiempo que engendraba una deuda encarecida por su posible carácter póstumo, Fogwill nombraba como quien lanza un producto, pero su insistencia en transmitir a quiénes leer y cómo era precariamente utilitaria: él sabía que no es posible calcular lo que se transmite ni cuándo la deuda se revierte en odio u olvido.
Fogwill se oponía a la legalización del aborto, de las drogas y del matrimonio gay pero no por simple golpe de efecto. En sus coqueteos facistoides, o en sus slogans reaccionarios, había siempre un punto de razón, una demostración por el absurdo cuando no el síntoma de un duelo patológico por la revolución (un trotskista es para siempre). Sus mejores libelos, publicados por segunda vez en Los libros de la guerra exigían a las buenas conciencias que se hicieran cargo de la complejidad de sus actos –sus efectos– en lugar de autoembelesarse en el conformismo de hacer con ellos meros ruido de ciudadanía.
¿Era Fogwill un misógino? ¿Y qué? En el misógino el horror a la femineidad proviene de su idealización: al despotricar contra las mujeres, él ignora cómo sus argumentos se convierten en una denuncia de la condición en que ellas son y viven y de cómo se las sueña; en última instancia, no cesa de escribir por ellas y para ellas a modo de conjuro por el desolado reconocimiento de la permeabilidad de la diferencia de los sexos. A lo mejor Fogwill era un feminista negro: en una revista feminista llamada Alfonsina, en polémica con su directora, bajo el seudónimo de María de la Cruz Estévez, ejercía una pedagogía de la argumentación mucho más rica que cualquier verdad acerca de la anatomía de los contrincantes. Su relato “La larga risa de todos estos años” es una teoría política del secreto (el caballo se llamaba Macri) que incluye un chasco sobre el género (el chasco de que haya géneros). En “Help a él”, a una sexualidad atravesada por la medida del falo y sustentada en la física de los sólidos, opone la de un intercambio constante de fluidos, más allá de todo resultado, de todo fin y del fin de la vida.
En Fogwill la voz fónica, la poética y la narrativa era una. Y no sólo él era gran vocalista de lo suyo, también lo era de lo de otros, desde Lugones a Lamborghini. Había una música Fogwill, un ritmo, por eso el joven Juan Boido aprendió a amar la literatura sabiéndose de memoria las primeras líneas de “Muchacha punk”.
Henri Meschonnic avisa: el sentido no es el significado, tampoco el ritmo, pero el ritmo es la materia del sentido y no una forma bajo presupuesto. Fogwill leía el ritmo en la poesía de Héctor Viel Temperley como el de la respiración en el crawl. El ritmo Fogwill también era físico: diástole, sístole, inhalar, exhalar –aire, humo, merca–, teclear una palabra, otra. La sustancia era accesoria: se sublimaba en la escritura más allá de su química como, dicen los que creen, se separa el alma del cuerpo luego de la muerte. Fogwill decía: “La droga te da algo que te hace creer que es de ella y es tuyo y luego te lo quita”. No Fogwill: la droga te dio algo que, vos sabías, era tuyo y por eso, cuando la dejaste, te lo quedaste.
Fogwill era de Quilmes, o sea con vista al río, cerca de donde ahora está. Hace poco me agradeció por e-mail que lo elogiara por su “desapego”. Como el del ritmo cuando sobrevive al efecto de realidad del cuerpo llamado Fogwill, que no se ahoga como nunca lo hizo en sus obras.
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