Domingo, 29 de agosto de 2010 | Hoy
Por Luis Chitarroni
Se las arregló para que nunca más lo llamáramos Quique, excepto entre amigos comunes cuando no andaba cerca. Fue Fogwill como “Vi tul”, el comienzo de ese cuento dentro de un libro hoy olvidado –Mis muertos punk–, que empezó a cambiar el curso de la narrativa realista argentina. Lennon decía que cuando uno deja de resultar simpático, lo reducen al apellido. Y Fogwill nunca quiso parecer simpático. Aunque a pesar suyo lo fuera. El encanto fogwilliano se extinguía al rato, cuando él mismo se ponía obsceno o demasiado beligerante. Pero existía siempre: el humor, el gusto por la música, el ingenio verbal. Cantaba, por ejemplo, una canción de Guastavino con su voz lacerante y su terrible cara de loco. Hace un tiempo, en ocasión de haberle dado a Francisco Garamona el original de Un guión para Artkino, novela mecanografiada en IBM eléctrica que Quique había dejado en mi escritorio, Fogwill me lo agradeció en un prólogo con cinismo chismoso y gratuidad inconfundible. Nada que hacer. Como decía el maestro Sabato de otros desdenes: Quique Fogwill nunca perdonó los favores.
El inicio de la desdicha empezó para mí cuando dio por sentado que dejé de ser su amigo porque me había convertido en editor. Fogwill tuvo siempre una relación rabiosa con los editores. El principio de recelo no parte de un error, porque es cierto que el talento literario resulta algo verdaderamente indescifrable para gran parte de la gente relacionada con el negocio del libro. En su caso, sí, iba acompañado de su sentido implacable de la competencia: Fogwill fue –y hubiera seguido siendo– un extraordinario editor, como lo probó en los ochenta con su editorial –La tierra baldía–, y como lo demostraba en cada una de sus campañas de entusiasmo por autores que le gustaban, de César Aira a Belgrano Rawson, de Marcos Victoria a Héctor Viel Témperley. En una época, la mayoría de sus preferencias eran poetas, creo, porque Quique era poeta, y un poeta que a mí me gustaba por los libros –El efecto de realidad, Las horas de citar– que recuerdo y por los que no: el que incluye la serie (de sonetos, vuelvo a creer) sobre fumar. Y un lector extraordinario de poesía en voz alta, a la que daba cadencia especial el canturreo en el que mecía su lirismo con el propósito de disimularlo. Leímos juntos fragmentos de uno de los grandes libros de la poesía argentina, Odiseo confinado, de Leónidas Lamborghini, pero él quedó en desventaja porque Cristina Banegas recitó después –como nadie, como sólo ella– “Eva Perón en la hoguera”. Alguno (¿Piglia, el propio Fogwill?) comentó, como consecuencia de observar a no sé quién, que Cristina leyendo tenía el don de hacer llorar incluso a los más gorilas.
Ahora que se agolpan las últimas veces que lo vi, me acuerdo del cuento que da título a esta nota, “Memoria de paso” (que él a veces tarareaba de otro modo, de paso me moría), uno de los mejores de la narrativa de acá: la voz en primera persona singular pasa, en celebración anticipada del bicentenario, de una señorita patricia del virreinato a un celador de colegio secundario sospechado de fracaso. Vi a Fogwill en la Embajada de Chile, conversando de temas náuticos con Alejandro Katz. Lo vi en la presentación de un libro de C. E. Feiling, donde se encargó de desmentir lo que había escrito yo en el prólogo con el mismo aire desafiante que tenía cuando lo encontré la primera vez en La Paz, hace quién sabe cuánto, y elogió un artículo mío sobre Dabove publicado en la revista Sitio. “¿Te avivaste, boludo, de que Dabove es ‘bóveda’?” Y yo, que no, le dije por supuesto que sí.
Volviendo de correr un día, Quique me contó de su enfisema, pero ni siquiera entonces caí en la cuenta de que Fogwill era mortal.
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