› Por Eduardo Grüner
Difícil, dijo hace unos días Horacio González, va a ser acostumbrarse a la ausencia de (Rodolfo Quique) Fogwill. Difícil, también, enunciar esa dificultad mejor de lo que el propio Horacio lo hizo. Pero, por supuesto, no se trata de una competencia: Quique mismo no nos hubiera ahorrado sarcasmos (un arte a veces necesario en el que era maestro, en efecto) a propósito de quién tiene el elogio más largo, o algo por el estilo. Y “estilo” es la palabra, por supuesto, para hablar de Fogwill. Si el estilo es el hombre, Quique era un hombrete –con afilado estilete–. Abundemos en dificultades: por ejemplo, la de encontrar muchos estilos tan reconocibles, inconfundibles e irreversibles –muchas de sus frases no tienen vuelta atrás– en la literatura argentina. Incluso en la de su propia generación, que abunda, por suerte, en ofensivas estilísticas. Dificultad no menor sería también evaluar hoy –estamos demasiado próximos– lo que significó y sigue significando esa generación, la de los ‘60/’70, para la literatura argentina: los Lamborghini, Puig, Briante, Saer, Piglia, Gusmán, Libertella, Sánchez, Zelarayán, García, Peyceré, y pido disculpas por los lapsus de olvido que seguramente estoy cometiendo, aunque no por la selección de preferencias. Para hablar de Fogwill sin incurrir en el a veces irritante, a veces desopilante anecdotario personal que todos, inevitablemente, tenemos con él (lo lamento, Quique: no te voy a dar el gusto de contar nada de esto: las ambivalencias que con toda intención provocaste ya forman parte de tu personaje, y yo quiero hablar de otra cosa) habría que discutir largamente eso: la literatura argentina de esos años de pre-plomo en los que parecía haber estallado de la nada una voluntad de escritura, de “estilo”, que revolviera los fondos de la lengua nacional para ponerla a trabajar de nuevo contra sí misma. No sé si hablar de “experimentación con el lenguaje” –una muletilla crítica que no dice gran cosa: la literatura argentina, la que importa, hizo eso siempre, de Sarmiento en adelante; los “europeos en el exilio”, que en este país son normalmente los que pueden publicar, están siempre reinventando el huidizo rioplatense–. Tampoco, exactamente, de “vanguardia”: aunque no faltaron los gestos (entre violentos y displicentes), los manifiestos y las revistas (de la inflexión literal a la definición de un sitio, pasando por otros puntos de vista) que suelen acompañar o anticipar las avanzadas político-culturales de la producción escritural, lo que primaba era, me parece, el deseo férreo, militante, de no dejarle pasar nada a nadie. Escribir, en ese momento, no era fácil –como algunos parecen pensar ahora–: cada vez que se ponía una frase, había que saber que se arriesgaba la poco complaciente diatriba de los otros: “¡Mirá, mirá vos lo que dice este pelotudo!”, era lo menos que se podía merecer. ¿”Individualismo competitivo”? Puede ser, demasiado a menudo. Pero porque aquellos hombres (y algunas mujeres, claro) querían sentir que no estaban simplemente –como había sucedido en otros momentos “vanguardistas”– haciendo juegos de palabras, sino poniendo la palabra en juego. No había inimputables, la relación frívola con la lengua se pagaba caro. Tampoco se escatimaban plácemes, el pelotudo de ayer podía ser un genio hoy, y retroceder al casillero anterior mañana. O todo junto en el mismo día, porque la pasión por ese revoltijo de la lengua hacía de cada renglón una urgencia, una decisión de lectura –y no sólo de escritura– que comprometía a la totalidad con cada excepción. Ni la sombra terrible del todavía vivito-y-coleando Borges se salvaba de la oscilación cotidiana entre el pedestal y el patíbulo: se lo trataba como un igual, aunque se lo supiera inalcanzable. Probablemente ese vértigo que asombraba a los visitantes ocasionales de la ex (no existe más) calle Corrientes tuviera algo que ver con la oscura premonición de que pronto las palabras se iban a volver mucho más peligrosas, aunque en otro sentido. La política, las distintas formas del “compromiso” –y tampoco a Sartre y sus contornos locales se les perdonaba la vida, ciertamente–, estaba sin duda allí (el momento no hubiera permitido otra cosa), revoloteando como un pájaro mitad eufórico, mitad ominoso. Pero ante todo, y al final de todo, estaba inscripta como política de la escritura: contra toda idea (o ideología) “realsocialista” del “reflejo”, se apostaba a la refracción, desde la propia lengua, no de un insoslayable condicionamiento, sí de cualquier determinismo. “La historia no es todo”: no era un presupuesto, era una inevitabilidad: se hacía política –con frecuencia violenta– con las palabras antes que con los temas (estos estaban, pero estaban escritos: todo “contenido” tenía que estar marcado por la letra candente). No era exactamente antirrealismo: más bien al revés, era tratar de dotar a la palabra de la singularidad material, cada vez irrepetible, de lo real.
Fogwill estaba en todo eso. Contribuyó, más aún, a formularlo, a darle forma. Lo hizo como narrador, poeta, ensayista. Lo hizo también –hoy conviene recordarlo– como editor, en una época en que a un Perlongher le hubiera costado más publicar aquí que en Austria-Hungría. Y en que no había tiempo –ni mucha oportunidad– de quejarse porque las multis de la madre patria ninguneaban la poco exportable lengua del Plata. Había que meterle para adelante, inventando editoriales para un solo título, o fotocopiando y haciendo circular (“circulear”, hubiera dicho Quique, que sabía fingir cuándo perder la elegancia). Y no había –como no hay– tele que soportara la pelea contra la lengua desde la lengua. Contra las otras lenguas también, sobre todo la francesa: había mucho, sí, telquelismo y poétiquismo, y se tragaba, un poco al sesgo, mucho Barthes y Blanchot y Sollers y Bataille y Kristeva (¡y Lacan!). Fogwill también traspiraba sus franceses: uno de los mejores ensayos breves que le recuerdo chorreaba admiración –algo que no se permitía a menudo– por las delicias estilísticas de Lévi-Strauss (era, sí, extremadamente culto, y entre sus iconografías de sí mismo no estaba la del escritor ingenuamente agreste de que algunos gustaban posar; sabía, por ejemplo, una enormidad de música clásica, aunque despreciaba olímpicamente el jazz, lo que nos provocó más de un debate). Pero, en el él como en los otros, no se sabe bien cómo, la escritura que licuaba todo eso era de acá y para acá. Sin tantos pudores que nos agarraron después, se podía escribir en un galoperonismo o un francomarxismo o un parisinofreudismo nacionales, crispados por la sorna –modo ambiguo de honrar la época–, con tal de que la letra mantuviera localizado el cuerpo, y a menudo sus humores (alguna vez habría que analizar –con perdón de la palabra– el lugar de las excrecencias corpóreas en la literatura del momento: un derrame que compartían un poco ferozmente Lamborghini Osvaldo y Fogwill, y quizá –con mayor fineza retórica– el primer Gusmán). Y lo hizo también, Quique, en tanto (¿cómo decirlo sin ofender su tenaz postura de histriónica rabia antiacademizante?) “maestro” incorrecto, o transmisor socarrón, o mecenas incómodo, o vaya a saber: hay más de un estimable escritor de la(s) “generación(es)” siguiente(s) que pueden dar cuenta de esa deuda –o de esa culpa: Fogwill entendería el mal chiste, era germanoparlante– hoy un poco olvidada. Muchos/as recordarán las “fogwilladas” con poca ternura –de esa que otros dicen se ocultaba en un corazón acorazado–. Es comprensible: no cultivaba un mito simpático, y es posible que a veces su personaje cínico (también en el sentido griego) bordeara una autenticidad que demostraba que sus provocaciones podían ser abusivas, pero no necesariamente siempre gratuitas: en su cacareada descreencia de todo (que hace un poco inútil la discusión sobre si era “postmoderno”, “de derecha” y así) había –hay– un fideísmo casi fundamentalista que casi siempre ponía el dedo en alguna llaga, y que pasaba sin mucha transición a su escritura. Eso se ve en muchos de sus cuentos, y sobre todo en su Pychiciegos, más que en su poesía disfrazadamente romántica. Eso también es “de época”, y Quique lo actuó con premeditado exceso. Por otra parte, no es cuestión de dejarle pasar nada tampoco a él, que nunca dio ni pidió clemencia. Sí es cuestión, en cambio, de decir que se murió uno de los mejores escritores argentinos que nos haya sido dado merecer. En estos días, en algún lado, se dijo que venía tercero después de Borges y Cortázar. Eso es, desde luego, una reverenda sandez. Si era uno de los mejores no es porque se lo pueda hacer figurar, ni a él ni a nadie, en algún concurso de Mister Literatura; sino porque –al igual que lo hicieron, cada uno en su estilo, los otros coetáneos que nombré– puso un ladrillo que no estaba antes en el paredón de la lengua de los argentinos, en un momento de la historia que pedía a gritos acabar con las indulgencias y las felices facilidades.
En fin. Si alguien quiere husmear un poco de iracunda nostalgia en todo lo anterior, sepa que no tengo la más mínima intención de disculparme por eso. Hemos llegado a un punto en que tenemos todo el derecho a decir que hubo pasados decisivos que enseñaron a leer a los futuros que hoy son presentes. Si no admitimos eso de una buena vez, como diría Benjamin, ni los muertos van a estar a salvo. Y todo será todavía más pobre. Pero al menos de eso, Fogwill, vos no tendrás la culpa.
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