› Por Daniel Freidemberg
Son muy pocos, entre los que empezaron a escribir poesía en la Argentina en el último medio siglo, los que conocieron o conocen como Fogwill el tradicional arte de construir buenos versos, y supieron o saben aplicarlo sabiamente a poemas que, como “Lo dado” o “Contra el cristal de la pecera de Acuario”, hacen de la lectura de poesía una tarea vertiginosa e inagotable. Y desmienten, de paso, entre otros lugares comunes, el del “narrador que quiere ser poeta y no puede”, o su otra versión según la cual, como a Borges y Saer, al poeta que es Fogwill hay que buscarlo en su prosa. Ahí está, sí, en Runa, o en “Cantos de marineros en las pampas”, pero dejar afuera los libros de poemas es privar a quien quiera leer poesía de algo importante que nadie más que Fogwill supo dar, no sólo por su pericia en la versificación.
Haga lo que haga con las palabras, lo más propio de Fogwill es un arte de pensar. Ni como filósofo ni como teórico, sino como una máquina de desplegar por escrito el pensamiento, bajo la guía de una inteligencia feroz, una hiperaguda intuición del instante y un implacable aparato de vigilancia crítica. Excepto en alguna columna de opinión, un olfato afinadísimo para detectar qué falla en eso que el pensamiento enfoca, incluido el pensamiento mismo, trabaja al lado de un anhelo profundo: captar grupos de palabras capaces de condensar algo que tiene que ver con la verdad y, antes de que se disuelvan, hacer que queden reverberando, únicos, de la manera más precisa posible (y la menos mentirosa). Es en la poesía donde ese mecanismo encuentra sus límites y donde consigue ir más lejos.
A diferencia del narrador de “Música japonesa” o el agitador del campo intelectual, que tiene mucho que decir porque ve lo que otros no pueden o no quieren, el que balbucea en las líneas insistentes y entrecortadas de Partes del todo parece estar buscando qué decir, atisbando cómo se abren paso en su escritura algunas frases. Un desconcertado y expectante Fogwill, que ha leído muy bien a Leónidas Lamborghini, trabaja sobre las posibilidades de la palabra “aspirar”, articula preguntas insistentes y va aspirando, mientras esboza una “oración a nada”, como acosado por la evidencia de que escribe en la nada, a averiguar, en palabras, de qué se trata eso de escribir poesía.
Descartados por él mismo sus dos primeros libros de poemas (“esa mezcla de Lacan y underground que hacíamos los graciosos a fines de la década del sesenta”), el poeta que se deja ver en Partes del todo va de ahí en adelante haciendo de la escritura de poesía un trabajo de la mente que se interroga sin solución por cuestiones como las que involucran ciertas palabras una y otra vez reiteradas: “dolor”, “aire”, “voz”, “forma”, “vida”, “memoria”, “escribir”, “mirada”. Aunque en “El antes de los monstruito” y en varios momentos de Ultimos movimientos, el narrador y articulista consigue asomar en los poemas, no le va a impedir eso seguir encarando a la poesía como tanteo, búsqueda, reflexión que se vuelve sobre sí misma, un poco al modo de Alvaro de Campos, tal vez el poeta al que más quiso parecerse Fogwill. No un urdidor de climas sugerentes ni alguien que produce algún tipo de encanto o deslumbra con el salto inesperado de lo inédito en el encuentro de palabras, sino alguien que propone un trabajo: ir pensando al mundo y en ese movimiento pensarse, sometido todo al fluir que propone la sucesión de los versos, como cuando se entona una “oración a nada”.
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