› Por Horacio González
Fogwill quiso develar las leyes internas que explican la falacia moral del vivir. Lo hizo como jovial Mefistófeles porteño, que piensa gozosamente a través de la privación del decoro y el civismo. Lindando con la picaresca —su novela sobre un caminante que termina cantando la marcha peronista en un tren escocés lo revela—, fraguó una oratoria convulsionada y colorida. Poblada de nombres, de emblemas teóricos, jeroglíficos perdidos de la cultura argentina marginal, homenajes confidenciales a amigos y amigas desaparecidos y muertos. Lo veo ahora como autor de una gran meditación sobre lo irreversible.
Fue un inquisidor lírico que cosechó jergas que transitaron los modismos rockeros más insufribles hasta las citas casi memorizadas y oportunas de Pechêux, con el agregado de alguna inesperada vinculación con Hegel. Arqueólogo de sus propias contradicciones, Fogwill inventó una fina perfidia e hizo del pensar un espectáculo demoledor. Lo que demolía es la idea de que al mundo ya lo tenemos interpretado. Y entonces, cada nombre, cada membrete, cada anécdota sacada de la penumbra de las historias personales o grupales, podía significar un carroñero contragolpe de interpretación. Todo se vuelve abierto, en carne viva y despojado de cualquier recurso a la jerarquización de los episodios. A lo nimio y lo magno, lo tornó relevante, tenso, cargado de presagios.
Elaboró sus filosofías sádicas como categoría no externa sino intrínseca al pensamiento o a la filosofía y cometió la equivocación de presentarse como alguien que conocería excepcionalmente la dimensión de los grandes terrores. “Aún no los conocemos...”, llegó a decir. Molestaba esa idea. Fogwill tuvo el presentimiento de partir de una idea amarga sobre el alma: no es posible no fingir, no es posible no sublimar, pero tampoco es posible olvidar las relaciones escatológicas entre los deseos infamantes y lo que luego las vidas hacen con ellos, al encubrirlos de majestuosidad. La verdad es una lucha juguetona para poner al derecho aquello que las personas fingen, aquello que las personas figuran a costa de desviar lo que realmente son. En forma módica, no completa ni exhaustiva, exploró esas formas del terror en el trato con las cosas, pero muchos conocieron el momento angustioso en que hablaba con autenticidad de gran y exquisito poeta.
Cultivaba y a la vez supo apartarse de los juegos florales de la infamia. Fue un patólogo de almas y un “sociólogo del mercado”, festejó la iniquidad para convertirla en una cifra del mundo y disculpar así sus propios pensamientos, divertidamente viles, sobre la naturaleza humana.
El acto nupcial entre un deseo y un objeto contiene un sentido de imposición secreta que los planificadores de almas dicen escrutar. Ese escrutamiento significa un resignado pesimismo sobre las personas y las instituciones. Sobre todo las instituciones, que alteran las vidas, nos formulan necesidades y nosotros nos entregamos a ese condicionamiento suponiendo que las instituciones nos aman: llenamos formularios, solicitamos atenciones y derechos. Fogwill decidió ser un agonista arbitrario contra las instituciones. Criticaba a los que, en las instituciones, hacían exactamente lo que él. Su honra era la del culpable, y rompe así la insistente asociación entre ética y ejemplo personal. Al contrario, muestra la vileza de lo que critica entregándose dadivosamente a esos mismos males con astucia jocosa y altanería de aprovechador. Muchos supimos tolerar esos rasgos y comprenderlos como una dolorida fórmula literaria aplicada a un extremo “teatro de la personalidad”.
Fogwill dedicó su máscara literaria a analizar el acertijo de poderes, lo que nadie osaría declarar a costa de reducir la vida a fantasmagorías de dinero, sexo y muerte. Todo eso lo vinculaba inesperadamente al surrealismo, en el sentido de un uso de la “potencia del mal”, pensando desde el poder de las palabras en el momento catártico en que ellas parecerían revelar su veneno enmascarado.
La asociación automática de ideas fue el método de Fogwill, reconocible expediente de las poéticas surrealistas, del psicoanálisis y del marketing, lo que es también algo relacionado con la burla de la cultura. La asociación de ideas se hace con cadenas semánticas que habían sido remotamente escindidas e inútilmente buscaron en la lengua humana el camino de su reunificación, hasta que algún maligno consigue atarlas nuevamente. Ese maligno se apoyará en afinidades misteriosas entre palabras e ideas. Desde luego, es el conocido atributo del lenguaje poético, sobre el cual algunos se sitúan con prudencia de orfebre y otros se lanzan como heliogábalos exasperantes. Fogwill trabajó mucho para que creamos que era ese maligno, y en homenaje a su desesperante poética le concedimos esa función, que no era otra cosa que el reverso radicalizado de su romanticismo tardío.
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