› Por Hector Larrea
Lo que más me atraía y tenía en cuenta de Guerrero Marthineitz era su música. Yo soy melómano y entonces todo eso me interesa sobremanera, mucho más que una persona cuerda. El melómano es pirex. Y a él se le debe la difusión de muy buena música.
El componente afro que tenía era decisivo en la profundidad de su voz, que era de una enorme calidad. Había desarrollado una cultura muy enriquecedora para la radio: le he visto hacer cosas aparentemente insólitas, que todavía siguen siendo nuevas. Cuando hacía Reencuentro se leyó completo, en dos o tres programas, La tercera ola, de Alvin Toffler, que tiene como 500 páginas. Lo único que había era eso, el Negro leyendo. Sólo él podía hacerlo.
A veces hablaba actuando, e incluso entonces era muy atractivo –tenía esa base de muy buena voz, pero con eso solo no se va a ningún lado–, con todos los matices que se puedan concebir, y un conocimiento de su aparato de fonación que sólo él tenía. Unas veces era un hombre que establecía un monólogo familiar y por momentos muy sofisticado y atractivo, lo que indicaba, a partir de todos los años que lo escuché y de las pocas veces que lo traté, que era una persona nada lineal: era de una extraordinaria complejidad. Y era tómelo o déjelo, para tratarlo. Lo habré visto unas diez veces en mi vida, me lo encontré en distintos lugares; las veces que lo vi estaba de buen humor, pero dicen que no era así siempre. Y además lo demostraba al aire. Era absolutamente original. Los cimientos que dejó son francamente inolvidables. Yo le estoy muy agradecido.
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