› Por Eduardo Fabregat
La leyenda y la carnadura, el objeto de lujo en el que lo más valioso es el contenido y no la presentación: desde que sonó el último acorde de “No te alejes tanto de mí” en la madrugada de aquel Vélez, tras cinco horas y cuarto de cabalgata, el spinettófilo insaciable empezó a soñar con esta instancia. Con las emociones aún a flor de piel, sabía que iba a necesitar una prueba física de que todo eso había sucedido en la realidad: tantos años esperando los pocos momentos en que el Flaco exhumaba algo del pasado, y ahora acababa de poner en el escenario a Jade, Invisible, Pescado Rabioso y Almendra, y a cruzarse en duetos con Fito y con Charly, y con Mollo y con Cerati, a soltar cincuenta-canciones-cincuenta que incluyeron pasajes de hondísima emoción.
¿Había sido cierto? ¿No habría sido un extraño caso de espejismo, de alucinación colectiva, una Matrix para rockers de las pampas?
Exactamente un año después, la caja de Spinetta y las Bandas Eternas viene a dar testimonio, a confirmarles a los 37 mil de Vélez que todo eso sucedió. Ahí están los libracos con las tremendas fotos de Dylan Martí, en las que Almendra e Invisible demuestran que no solo pueden sonar como los dioses en 2009, sino que además pueden posar con una añejada elegancia que les agrega encanto. Ahí están las fotos de concierto de Hernán Dardick, para que no queden dudas de que esa noche en Liniers no hubo fútbol sino otra cosa.
Y están, claro, las canciones. El registro. No está todo (en los discos de audio faltan un par de temas, al set de Almendra se le recortaron “Fermín” y “Hermano perro”) y en los dvd hay una molesta pausa cada vez que termina una canción, pero lo que hay sirve para volver a erizarse y asombrarse por todo lo que generó esa delgada humanidad en 40 años de carrera sin dobleces. Si hay algo que queda claro en esta caja que sirve como celebración y resumen (porteño) es que en esas cuatro décadas Luis Alberto Spinetta solo ha negociado consigo mismo, o en todo caso consigo y con los enormes músicos que compartieron su camino. En cada etapa hizo la música que le dictó su alma, sin distraerse con lo que fuera aconsejable o conveniente. Para Spinetta lo único conveniente fue no mentirse, el mejor método posible para no mentirles a los demás.
Y así como el concierto permite revivir esa noche legendaria, esas canciones inoxidables, el dvd con los extras trae a la gente de carne y hueso. Incluso es hasta recomendable arrancar por allí, por ese documental en el que las Bandas Eternas van ejercitando sus músculos mientras Spinetta narra los días previos a diciembre. Luis sacando sus propios temas, buscando los acordes con Guille Vadalá, Claudio Cardone y Nerina Nicotra; Invisible ensayando “Los libros de la buena memoria” y “Encadenado al ánima”, dos que no sonaron en Vélez y que vuelven a estimular el deseo de que ese trío siga en activo; Gustavo Spinetta, tan pero tan parecido a su hermano, sentado a la batería para volver a 1973 con “Cementerio Club”; el cruce de dos bajistas excepcionales como Marcelo Torres y Javier Malosetti, pero con el Bebote honrando al Tuerto Wirtz en una incendiaria “Nasty people” (“¡Que pase el siguiente!”, se enfervoriza Luis al terminar); el desfile de músicos, las relajadas performances en la sala de ensayo, los matices, los pequeños pasajes que dicen mucho del cuadro general, los diálogos de entrecasa, el inenarrable placer de ver a los cuatro Almendra repasando armonías vocales. Ser un intruso en la cocina de tanto reencuentro.
Esos casi cincuenta minutos en la trastienda del universo spinetteano cierran con la llegada al Amalfitani para la prueba de sonido, con Charly probando el teclado y Cerati y el Flaco testeando sus voces en “Bajan”, los saludos y los abrazos. Y entonces sí, se apagan las luces y Luis Alberto Spinetta vuelve a decir “Buenas noches”, y el estadio ruge, y el alma vuelve al cuerpo: esas cinco horas llenas de milagritos musicales pueden ser revividas en casa.
No fue un espejismo, no fue una alucinación: parece mentira, fue de verdad.
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