Domingo, 8 de mayo de 2011 | Hoy
Por Pedro Lipcovich
El capítulo XXVI de la segunda parte de Sobre héroes y tumbas (página 236, 3ª ed., Fabril, 1964) narra en menos de una página el bombardeo a Plaza de Mayo, del 16 de junio de 1955, sin mencionar que haya habido muertos. No es mera omisión: el texto está organizado no sólo para no decir que hubo muertos sino, hábilmente, para no suscitar en el lector la pregunta por los muertos. No hay ninguna razón literaria para este procedimiento: la razón es el cálculo político de Sabato, en 1961, bajo el gobierno de los mismos que habían ejecutado aquel bombardeo. Enseguida, el capítulo XXVII dedica ocho páginas a narrar el saqueo de iglesias que sucedió a la masacre negada en el capítulo anterior.
Es conocido el almuerzo que Ernesto Sabato, junto con los escritores Leonardo Castellani, Jorge Luis Borges y Horacio Ratti, compartió con Jorge Rafael Videla el 19 de mayo de 1976. Leonardo Castellani, en el Nº 39 de la revista Crisis (julio de 1976), sostuvo que, mientras él había pedido por la vida del desaparecido Haroldo Conti, Sabato, al igual que Borges, había reclamado para la Argentina una “purificación por la guerra”. Requerido por la misma revista, Sabato contestó: “Yo no hago declaraciones para Crisis”. En declaraciones a La Opinión (20 de mayo), Sabato apreció en el almuerzo con Videla “un altísimo grado de comprensión y respeto mutuo”; es cierto que, según La Razón (19 de mayo), “expresó su inquietud por la prisión del escritor Antonio Di Benedetto”, detenido a disposición del Poder Ejecutivo.
Aquel capítulo XXVI desbarata la voluntad de diferenciar entre el autor y el hombre: el sujeto de la entrevista con Videla no es distinto al sujeto del cálculo que rige aquella página de la novela. No cabe la coartada de postular un otro, un sujeto de la creación artística regido por leyes autónomas, ajeno a las miserias mundanas de quien firma la obra. Esa página, además, sitúa las coordenadas del compromiso de Sabato cuando –luego de que Adolfo Pérez Esquivel rechazara el cargo– presidió la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep): la omisión de muertos en 1961 responde a la misma lógica que la enumeración de desaparecidos en 1984, ya que ambos actos, formalmente opuestos, sostienen el “altísimo grado de comprensión y respeto mutuo” con quienes ocupan posiciones de poder. Tal comprensión y respeto es coherente, ya en la vejez, con la instalación de Sabato en una suerte de sitial moral de la República a través de diálogos televisivos con el agente Mariano Grondona.
Así pues, el lector que en los ’60, en los ’70, adolescente, se estremeció con las páginas de Sobre héroes y tumbas, estaría hoy dispuesto a grabar en la tumba del autor un epitafio que dijera: El autor que iluminó tu adolescencia es el hombre que ameniza la tarde del dictador que matará a tu mejor amigo. Puede, también, recorrer nuevamente el libro y registrar sus defectos. Advierte hoy la grandilocuencia, el exceso alegórico; rechaza la solemnidad presuntuosa en el final del “Informe sobre ciegos”; puede incluso sospechar que Alejandra Olmos no es más que una fantasía masculina. Se atreve a despreciar un texto plagado de frases como “El rugido del mar y de la tempestad parecen pronunciar sobre ella oscuras y temibles amenazas de la Divinidad”.
Pero también, al recorrer las páginas, vuelve a sentir el viejo estremecimiento. Marcos Molina, aterrado ante la mujer desnuda bajo la tormenta. Bruno bajo los colores del atardecer en la Costanera. Respiración de Buenos Aires. La delicadeza de Georgina. Y finalmente, después del estrago, trabajar y mear bajo el cielo puro. No sé. Es algo que pervive a la repulsión por el autor, a las fealdades y aun a las maldades del texto. Es algo que no podría obtenerse de la música porque requiere palabras, ni de la poesía porque requiere personajes, historia, pero tampoco es la virtud banal de un buen relato. Quizá no pueda definirse porque no está en el texto sino en el lector, está ahí donde el texto se intrincó con la carne del lector, donde el lector fue constituido por el texto. Ahí seguirá hasta la muerte.
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