El fin del mundo
POR ZLAVOJ ZIZEK
Cuando vi Matrix en un cine de Eslovenia tuve la oportunidad única de sentarme cerca del espectador ideal de la película; es decir: de un idiota. A mi derecha había un hombre que orillaba los 30 años, estaba tan sumergido en la película que no paraba de fastidiar a los demás espectadores con exclamaciones del tipo: “¡Dios mío! Entonces... ¡no hay realidad!”. Decididamente, yo prefiero esa clase de inmersión ingenua a las lecturas intelectuales seudosofisticadas que proyectan en el film las refinadas distinciones conceptuales de la filosofía o el psicoanálisis.
Pero es fácil entender la atracción intelectual que ejerce Matrix: no es que sea uno de esos films que funcionan a la manera de un test de Rorschach, poniendo en marcha un proceso de reconocimiento universal, como ese proverbial retrato de Dios que siempre, no importa desde dónde lo contemplemos, parece mirarnos de frente. Mis amigos lacanianos me dicen que los autores de Matrix deben haber leído a Lacan; los partidarios de la Escuela de Frankfurt ven en el film la extrapolación encarnada de la industria cultural, la sustancia social (del capital) alienada-reificada que se apodera de todo y coloniza nuestra vida interior usándola como fuente de energía; los devotos de la New Age reconocen en la pantalla el mundo como un mero espejismo generado por una Mente Global encarnada en la Red de Redes. Y la serie llega hasta la República de Platón: ¿o acaso Matrix no reproduce al detalle el dispositivo platónico de la caverna, donde los seres humanos comunes están presos, firmemente atados a sus asientos, y se ven obligados a mirar el confuso desempeño de (eso que confunden con) la realidad? Hay una diferencia importante, por supuesto, y es que cuando algunos individuos logran huir de la caverna y se asoman a la superficie de la Tierra, lo que encuentran ya no es la superficie brillante iluminada por los rayos del Sol, ese supremo Bien, sino el desolado “desierto de lo real”.
Aquí la oposición clave es la que enfrenta a la Escuela de Frankfurt con Lacan: ¿debemos historizar a Matrix como la metáfora del capital que colonizó la cultura y la subjetividad, o lo que está en juego es la reificación del orden simbólico como tal? Pero ¿qué pasa si es una falsa alternativa? ¿Qué pasa si el carácter virtual del orden simbólico “como tal” es la condición primera de la historicidad?
Es obvio que la idea de un héroe que vive en un universo artificial totalmente manipulado y controlado está lejos de ser original: Matrix sólo la radicaliza plasmándola en la realidad virtual. Aquí el punto central es la ambigüedad radical de la realidad virtual respecto de la problemática de la iconoclastia. Por un lado, la realidad virtual señala la drástica reducción de la riqueza de nuestra experiencia sensorial no a letras, ni siquiera a letras, sino a las mínimas series digitales de 0 y 1, al paso o no paso de la señal eléctrica. Por otro lado, esa máquina esencialmente digital genera la experiencia de realidad “simulada” que tiende a volverse indiscernible de la realidad “real”, con lo que termina socavando la noción misma de realidad “real”. Así, la realidad virtual es al mismo tiempo la afirmación más radical del poder de seducción de las imágenes.
Lo que acecha en segundo plano es, por supuesto, la idea premoderna de “llegar al fin del universo”: en las célebres escenas, los sorprendidos viajeros se acercan a la pantalla/cortina del cielo –una superficie plana con estrellas pintadas–, la atraviesan y pasan al otro lado, exactamente lo mismo que sucede al final de The Truman Show. No es raro que la última escena del film, cuando Truman sube la escalera pegada a la pared que tiene pintado el horizonte de cielo azul y abre la puerta, tenga un reconocible toque Magritte: ¿no es esa misma sensibilidad la que vuelveahora para vengarse? ¿Acaso obras como el Parsifal de Syberberg, donde el horizonte infinito también aparece bloqueado por la obvia “artificialidad” de las retroproyecciones, no indican que está terminando la era de la perspectiva infinita del cartesianismo y que estamos volviendo a la preperspectiva de un universo neomedieval? Con perspicacia, Frederic Jameson llamó ya la atención sobre el mismo fenómeno en algunas novelas de Raymond Chandler y algunas películas de Hitchcock: la costa del océano Pacífico en Adiós muñeca funciona como una suerte de “fin/límite del mundo”, más allá del cual se abre un abismo desconocido; y se parece mucho al vasto valle abierto que se extiende ante las cabezas del Monte Rushmore cuando, huyendo de sus perseguidores, Eva-Marie Saint y Cary Grant llegan a la cima del monumento, valle en el que Eva-Marie Saint se desplomaría si Cary Grant no llegara hasta ella para sostenerla; y sería tentador añadir a esta serie la famosa escena de guerra en un puente fronterizo entre Vietnam y Camboya de Apocalypse Now, donde el espacio más allá del puente es percibido como un “más allá de nuestro universo conocido”. ¿Y cómo no recordar que la idea de que nuestra Tierra no es un planeta que flota en el espacio infinito sino una abertura circular, un agujero en el interior de una masa compacta e interminable de hielo eterno, con el sol en su centro, fue una de las fantasías seudocientíficas favoritas de los nazis (que, según algunos testimonios, evaluaban la posibilidad de poner un par de telescopios en las islas Sylt para observar a los Estados Unidos)?
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