› Por Rodrigo Fresán
La cosa es así, por si no lo sabían; seguro que lo sospechaban: la muerte, para los muertos, es cuestión de segundo, de un segundo. Son, paradójicamente, los vivos quienes experimentan con plenitud lo que es la muerte. La muerte –la sorpresa, el dolor, la furia, la negación a los gritos, la aceptación a regañadientes– les sucede y no deja de sucederles a los sobrevivientes. Una despedida que siempre (continuará...). Un tema de años, de aniversarios, de décadas, hasta que tarde o temprano –segundo fuera– les toca a ellos y, sí, la vida continúa.
Hay, incluso, una pequeña gran novela del norteamericano Kevin Brockmeier –titulada A Brief History of the Dead, traducida en Emecé España como Breve historia de los que ya no están– donde se postula la práctica teoría de que los fantasmas, esos muertos vivos, recién descansan en paz cuando ya no queda nadie que los recuerde de este lado.
En este sentido, me temo que Osvaldo Soriano no descansa en paz; porque su nombre –como esos tres golpes sobre la mesa médium– no deja de ser invocado en contextos y circunstancias que van de la admiración y el afecto al desprecio y polémica. Está claro que si nadie es perfecto, entonces mucho menos perfectos serán los recuerdos que se tienen de ese alguien. Cada cual atiende su juego, cada cual recuerda lo que prefiere o lo que le conviene, y con esos materiales frágiles se va construyendo el sólido palacio de la posteridad. Palacio que suele abrir las puertas aún más de par en par cuando así lo imponen los giros de los números redondos en múltiplos de cinco orbitando alrededor de la última y definitiva efeméride.
Así, se cumplen quince años del final de un escritor argentino.
Así, también, se cumplen cinco años desde la última vez que escribí a propósito de su final. Porque conocí a Soriano más o menos y porque lo leí muy de cerca. Y vuelvo a escribir en caliente y a toda velocidad sobre Soriano vivo con la gélida y lenta excusa de su muerte. Y –otra vez, lo de más arriba– no es la primera ni la segunda ni la tercera vez que lo hago y, me temo, poco y nada queda por decir sin temor a repetirme y, pienso, no estaría nada mal que empezaran a escribir sobre él los que no tienen ni tuvieron ninguna relación con él, los que lo conocen más por su firma que por su figura, los que aquí y ahora lo leen a secas y del mismo modo en que leen, por ejemplo, una novela titulada El largo adiós.
No es mi caso –no me quejo de que no lo sea, claro– y, por suerte, no tengo aquí lo que escribí en ocasiones anteriores, por lo que, tal vez, toda esta teoría sobre la muerte y los vivos y la repetición ya haya sido repetida por mí a la altura del primer día y de la necrológica y del recordatorio al primer o a los cinco o los diez años.
Espero que no.
Da igual.
No me parece mal que ciertos sentimientos se mantengan intactos con el cruce del siglo y del milenio. Pero sí se impone, pienso, cierta destilación, algún tipo de síntesis medular, un resumen de lo publicado y de lo sentido. Hacer espacio para otros e ir al fondo del mar arrojando peso extra por la boda. De este modo, ahora, voy tachando en la pantalla al Soriano con el que conversé varias veces, al Soriano con el que compartí lugar de trabajo, al Soriano con el que viajé a Madrid a un congreso, al Soriano con el que hablé de libros y de escritores siendo yo ya escritor con uno o dos o tres libros publicados, y me quedo con mi primer Soriano: el que yo –sabiendo ya que sería escritor algún día; escribiendo, pero todavía inédito– disfruté desde esa distancia tan próxima como es la que un lector tiene con un autor que le gusta mucho.
El Soriano que leí por primera vez en Triste, solitario y final y que me maravilló con su audacia a la hora de abducir la figura de Philip Marlowe para cruzarlo con El Gordo y El Flaco y –last but not least– consigo mismo.
El Soriano que vi por primera vez, en persona, una noche de mediados de los ‘80, por instrucción y orden de Carlos Trillo, otro muy admirado y extrañado vivo-muerto.
Me explico. Por entonces yo trabaja con Miguel Brascó & Co. en una revista gastronómica (la publicación era bastante más que eso; al punto de haberme permitido publicar allí por primera vez relatos que más tarde irían a parar a mis Historia argentina y Vidas de santos y, de paso y ya que estamos, muchas gracias por todo, Miguel) llamada Cuisine & Vins. Y Trillo sacaba a la calle su Puertitas y (yo había llegado hasta su redacción, a media cuadra de la redacción de Cuisine & Vins, vía Guillermo Saccomanno) y me preguntó si no quería colaborar en su revista. Y, por supuesto que sí. Y mi primera misión fue la de entrevistar a Osvaldo Soriano. Toda la entrevista debía girar alrededor de la figura de Raymond Chandler –si no me equivoco, ese número de Puertitas sería una especie de monográfico noir, pero no puedo jurarlo– y llamé por teléfono a Soriano, le propuse todo el asunto con voz algo temblorosa y Soriano accedió sin problema alguno salvo el de citarnos a una hora en la que yo solía estar dormido. Nada me costó permanecer despierto y quedamos en un bar grande y casi vacío de Córdoba y San Martín. Hacía calor, una humedad pesada subía desde el río, y Soriano (más joven de lo que yo soy ahora, acabo de darme cuenta, aunque no pueda dejar de pensarlo siempre mayor) habló y habló y yo escuché y escuché y el grabador grabó y grabó y la felicidad (la mía) no estaba en ninguna otra parte.
No tengo a mano la entrevista resultante del encuentro (por algún lado andará) pero tengo todos los libros de Soriano en la biblioteca (libros que andan y siguen andando –en esa variación tan argentina del verbo funcionar– por todas partes).
Y ésa es una de las ventajas de los escritores de aplicárseles la teoría antes mencionada en la novela de Kevin Brockmeier: los autores pasan, los libros permanecen, y siempre cabe la posibilidad –de no quedar nadie más o menos próximo– de que un completo desconocido abra la tapa y siga las letras y, de golpe, recuerde al muerto no-ficticio a través de sus inmortales ficticios reasegurando la existencia del fantasma.
En cualquier caso –aquí y ahora, mañana de domingo, lejos pero como si estuviese sentado aquí enfrente, al otro lado de la mesa– así lo recuerdo, ahora sí, a Osvaldo.
Hasta la próxima.
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