Domingo, 18 de marzo de 2012 | Hoy
Por Guillermo Saccomanno
Se dice que una narración es perfecta cuando uno no puede imaginarla contada de otra manera. Y este dictamen, si así puede considerárselo, se cumple con El sermón de La Victoria. Al concluir su lectura, una pregunta queda picando: ¿cómo consigue Belgrano que esto, el milagro, ocurra, que a uno no se le ocurra una forma mejor de contarla? A menudo, Belgrano Rawson suele declarar que en sus inicios fue guionista de historietas y también recuerda, como aprendizaje, su pasaje por la redacción de La Opinión. Es decir, un escritor que domina la literatura popular y el oficio periodístico y puede contar una crónica, siguiendo la moral aristotélica del relato: principio, medio, fin. Sin embargo, en sus ficciones, apela a una astucia criolla y no repara en adoptar las mañas del narrador oral. Conversar con Belgrano Rawson, mejor dicho, escucharlo, produce una cruza de regocijo y admiración. El modo en que establece las pausas, la forma en que vuelve atrás para redondear un detalle que le parece fundamental en lo que viene contando y no puede pasar por alto. A lo largo de nuestra amistad, cada tanto, cuando él baja de El Durazno y yo vuelvo de Villa Gesell, solemos encontrarnos algunas noches a comer por Montevideo y Corrientes. Entonces nos ponemos al día con los asuntos personales. Pero al arrimar la conversación a la literatura, si uno trata de sacarle alguna opinión, fracasa. A lo sumo, Belgrano referirá su admiración por Conrad o Hudson. Pareciera que elude todo intelectualismo. Si se le dice que es, por su estilo, un escritor obsesivo, puntilloso, rechaza con alguna ironía el elogio y, en particular, esa calidad que muchos lo envidian. “Construyo lagunas”, dice. Lo que es cierto porque allí, en El Durazno, parece estar hace años empeñado en crear una laguna cerca de su casa. Lo consigno: esto es para Belgrano Rawson hablar de literatura. Sin embargo, no hay ninguna laguna, ni en su narrar oral, ni en su escritura. A esta altura ya me acostumbré, cuando nos encontramos, a preguntarle cómo va la construcción de la laguna. Y él a describirme los pormenores de la obra. Y ésta es otra vez la manera Belgrano Rawson de hablar de literatura. Contar.
“Lo que yo hago cuando escribo –me confesó alguna vez–, es contar la historia de una. De principio a fin. La escribo derechita. Y después la complico.” Importa acotarlo: eso que llama “complicarla” es, justamente, el estilo. La narración, tratándose de una novela, en su caso, no siempre empieza por donde lo haría un escritor ortodoxo. No esperemos esa prolijidad engañosa. La narración puede empezar por el lugar menos pensado. De la misma forma, en este “complicarla” lo que logra, en vez de “complicar” la trama, es otorgarle una musicalidad que remite al relato oral: avanza, se corta, medita y vuelve atrás, vuelve a aquel detalle y, casi seguro, será por ahí donde empezará con otro impulso el capítulo siguiente. Y este capítulo no necesariamente será una continuación mecánica del suspenso que quedó colgando del anterior. “Es que este detalle, fijate –puede decirme–, fijate, es importante.”
A propósito de los detalles: cuando ya tenía la enésima versión de Rosa de Miami, su novela sobre la invasión en Cochinos, le faltaba algo, algo que no había encontrado siquiera en su investigación periodística en Cuba, le faltaba consultar un libro: Los tanques de Panfilov. Quizá los lectores no advirtieran nunca lo que importaba para él ese libro ruso, pero le era imprescindible. Así después no lo utilizara tanto como esperaba. Y esta imprescindibilidad del detalle era, ni más ni menos, además de la fidelidad a la historia, el respeto al lector. No se trata de un respeto cifrado en el verismo. Paradójicamente se trata de lo “real” para, desde ahí, pivoteando, cincelar aquello que en la literatura es engaño pero, en su mentira, suele ser más realista que un noticiero. Hasta no dar con ese libro, Belgrano Rawson no daría por terminada su novela. Otro hubiera dado por liquidado el asunto, la novela estaba. El no. Faltaba ese detalle.
Volviendo a la “complicación” de la trama: precisamente es esta “complicación”, el quebrar la cronología, al cambiar el punto de vista, al traer ese detalle a la escritura, ese ir y venir, una digresión que, más tarde, el lector comprobará que no es, ahí justamente es donde ha vertido ese tono de la oralidad. Intento ser claro explicando algo que para Belgrano es sencillo: “La complico, es todo”. Entonces lo que queda claro es que, lejos de ser un artificio, esa “complicación” es el acercarse a una prosa, en su coloquialismo, lo más tersa posible. Porque lo coloquial –nunca abusivo, nunca cliché– no va en desmedro de lo “literario”.
La Victoria ha sido, antes que cárcel, un prostíbulo. Convertida en cárcel, su estructura original ha permanecido, lo que convierte el lugar en una estructura maltrecha y roñosa en la que todavía se respira el humus prostibulario en un marco siniestro de castigos sórdidos. Belgrano Rawson sabe de qué habla. Es cierto que pudo escribir, como se dice, mandándose de una, la historia del pibe protagonista, Nelson Madaf. En esas noches que nos encontramos, caminando por Corrientes, caminando despacio, porque Belgrano Rawson camina despacio, con una lentitud provinciana, y de la misma forma en que escribe, avanza, se detiene, precisa una frase y vuelve a andar, en una de esas noches, digo, ya entrando en la madrugada, Belgrano me contaba su impotencia y su rabia contra la corrupción y la injusticia de su provincia. Ahora pretendía concentrar su furia en una sola historia. Así le escuché decir con una sonrisa triste que viviría a no sé cuántos metros “sobre el nivel del mal”. Y fue en esa época, cuando ya estaba publicándose Rosa de Miami, cuando me contó del caso Madaf. Recurriendo a la intuición y la destreza periodísticas, Belgrano Rawson invitó al pibe a su casa, lo alojó y lo grabó, lo grabó y lo grabó. “Lo hicieron mierda al pibe, lo destruyeron...”, me decía. Pilas de casetes. La chance facilonga de transcribirlos y ya. Pero no, no estaba. Le faltaba que esa grabación decantara, leerla entre líneas, desconfiarle a la linealidad de los hechos, traducirla a través de la “complicación”. Encontrar esos momentos no por cotidianos, intrascendentes: una anécdota, la brisa que agita el pelo de la chica que monta la bicicleta del protagonista. “Los detalles, los divinos detalles”, les decía Nabokov a sus alumnos de literatura. “Presten atención a los detalles.” Y los “detalles”, en este caso, son los que cuentan; esos “detalles” que el periodismo de trazo grueso suele desdeñar. Obvio, no es éste el caso. “Los detalles”, eso que “complica” la escritura de Belgrano Rawson, son pequeños y preciosos engranajes constituyentes de la trama. Si la vida real no es lineal, ¿por qué habría de serlo esta “novela real”? No se trata, para el escritor, de tener una buena historia (el pibe acusado por un crimen que no cometió, etc.), no basta la buena historia. Hay que tomarse el tiempo de contarla, con esa indignación contenida con la que, caminando de madrugada por la ciudad, un amigo te cuenta una villanía desde un ángulo y desde otro, los cambios de perspectiva en función de la comprensión de la miseria humana, la transmisión de esa bronca y, a la vez, peleando contra el propio escepticismo, insistir en que contar esa historia puede tener un sentido. Por mínimo que parezca.
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