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Domingo, 20 de mayo de 2012

La eternidad en movimiento

 Por Juan Villoro

Es posible que Carlos Fuentes haya sido el primer escritor profesional de México. Dispuesto a vivir de la máquina de escribir, tecleaba a una velocidad frenética, usando un solo dedo que se le torció como el aguijón de su signo zodiacal, Escorpio.

Como conferencista, transmitía el carisma intelectual de Naphta, personaje de Thomas Mann en La montaña mágica: “Mientras hablaba, siempre tenía razón”.

No inauguró la novela urbana en México, pero transformó al D. F. en protagonista absoluto de La región más transparente, ruidoso mural de la metrópoli.

Su sostenida aventura fue la indagación de la identidad en clave narrativa. En El espejo enterrado recreó la tragedia de Quetzalcóatl, que no se aceptó a sí mismo. El dios ilustrado odió el rostro reflejado en el espejo humeante de Tezcatlipoca.

Con proteica desmesura, Fuentes trató de restituir esa identidad perdida. Su obra de conjunto aspira a ser leída como una rueda calendárica; es La edad del tiempo, y su antología personal lleva un título astronómico, Los cinco soles de México. Durante 83 años vivió convencido de la sentencia de Platón: “El tiempo es la eternidad en movimiento”.

Me enteré de su muerte en un escenario que parece de su invención. El teléfono de un amigo sonó poco antes de que descendiéramos a un cenote recién explorado en Chichén Itzá. Mientras atisbaba el inframundo maya, se me agolparon imágenes del cuento “Chac Mool”, de Cambio de piel, ubicada en la pirámide de Cholula, de “Gente de razón”, relato donde dos hermanos practican modos complementarios de entender el país: uno explora la ciudad, otro el subsuelo.

En la gruta que sugiere una entrada a Xibalbá, reino de los muertos, entendí que allá arriba la superficie había cambiado. El rito de paso tenía que ver con la inmersión al corazón de la tierra, pero también con la muerte de un insoslayable precursor. La cueva del fin y del origen adquiría otro sentido.

Carlos Fuentes es uno de los nombres propios de la tradición. Su vastísima obra queda abierta al escrutinio de los lectores y los arqueólogos del tiempo. El mismo día de su muerte leí una de sus máximas entusiastas: “Si no vives como joven, te carga la chingada”. A los 83 años, su corazón se detuvo un segundo antes de que eso sucediera.

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