Domingo, 10 de junio de 2012 | Hoy
Por Marcelo Figueras
Al igual que el monolito de 2001, siempre había estado ahí. En mi caso tomó la forma de un ejemplar de la colección Minotauro. Que había pertenecido a mi tío Tito, aquel que se mudaba y viajaba tanto que iba perdiendo libros por el camino. Por suerte terminaban siempre en mis manos: Chandler, Hammett y Ross McDonald, la colección entera de Peanuts, el Nine Stories de Salinger (la misma edición que justo el miércoles, cuando supe de la muerte de Bradbury, viajaba en el bolsillo de mi abrigo) y como parte de ese tesoro, Crónicas marcianas. Que ni siquiera tapa tenía. Lo que sí tenía era un prólogo de Borges. Que era maravilloso no porque hubiese sido obra del viejo (para mí Borges era nada, nadie entonces) sino porque hacía con gracia aquello que todos los prólogos deberían hacer: llenar al lector de ganas de zamparse el libro que viene después. Borges fue la puerta a Crónicas marcianas y Crónicas... fue la puerta al catálogo que Minotauro construiría, a partir de ese libro inaugural. Sin Crónicas... no habría llegado a Ballard, a Le Guin, a Tolkien, a Dick; por lo menos no entonces, cuando era todavía la más maleable de las arcillas.
Al igual que el monolito de 2001, permitió interpretaciones infinitas. En aquel momento hizo posible una articulación que encarriló mi vida. Crónicas marcianas usaba las formas de un género considerado menor (como el policial, como el comic, la clase de cosas que por error muchos leen tan sólo cuando niños) y sin traicionarlas, demostraba que también podían hablar de las cosas que empezaban a preocuparme en el despuntar de la adolescencia: la cuestión de la violencia, de la identidad, de la necesidad de asumirnos hijos de más de una cultura, de los derechos inalienables (adjetivo más que apropiado, en este contexto) que asisten a cada hombre. ¿Cuántos de ustedes escribieron durante la secundaria, como yo, cuentos de ciencia ficción por culpa de Bradbury? Lo que este otro viejo había logrado era una operación tan delicada como singular: probar que, al igual que la música de Los Beatles, la naturaleza proteica del arte popular se adaptaba a nuestro crecimiento, iluminándolo en el proceso; y que no era necesario negar las formas amadas para expresarse y examinar nuestras obsesiones.
Hoy me veo forzado a regresar al monolito, cuya negrura se revela, al fin, pertinente. Y sólo ahora entiendo parte de aquel encanto, que no cesa. Por entonces me sedujo que Bradbury tomase el género del optimismo tecnológico por antonomasia para investigar la experiencia de la pérdida (Borges ya lo había entendido, por eso describe el tono de Crónicas... como “elegíaco”), del mismo modo en que uno, parvenu en el terreno de la adultez, empezaba a intuir que lo que nos habían vendido como promesa de larga ventura pintaba más bien como sucesión de desprendimientos, de amputaciones, de visitas a la sala de rehabilitación.
Al aproximarme a la obsidiana del monolito-aleph, descubro ahora que su pulida superficie no es indiferente a la luz. Y me veo leyendo mi libro sin tapa en la habitación-altillo de la adolescencia, al despuntar los ’70, cuyas aguas, también negras, depositarían sobre las playas algo más que caracoles. Me digo, no sin sorpresa, que la novela que acabo de terminar tiene algo que ver, al fin, con la ciencia ficción. Y vuelvo a pensar (porque todo vuelve a caer en el cuenco abierto de nuestras manos, empezando por el futuro) que los mejores artistas son aquellos que funcionan como los espejos mágicos de las narraciones: aquellos que revelan rasgos nuestros que nunca antes habíamos entrevisto.
Al menos para mí, Ray “Rayo” Bradbury fue un espejo bruñido.
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