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Domingo, 18 de noviembre de 2012

> 1972, ISRAEL

El juego de las lágrimas

En el vuelo de París a Israel, Leonard no despegó los labios. Tenía ganas de tocar en Israel y a la vez le aterrorizaba tocar allí. El primer concierto, en el estadio Yad Eliyahu, tuvo lugar el mismo día que Leonard y la banda volaron a Tel Aviv. La seguridad del aeropuerto era lenta y rigurosa, ya que había armas por todas partes, pero llegaron a tiempo a su destino. Sin embargo, cuando salieron al escenario la pista estaba vacía: el público se apretujaba en las gradas, como si hubieran ido a ver un partido de básquet invisible. Se había ordenado a los de seguridad que impidieran la entrada en la pista, debido a que el suelo estaba recién barnizado. Cuando Leonard, molesto por la distancia que los separaba, invitó al público a bajar, la gente fue agredida por guardias armados vestidos con monos de color naranja (...) En cuanto terminó, salieron disparados del estadio y se metieron en el autobús de la gira, un autobús de línea israelí que habían alquilado. Mientras se dirigían a Jerusalén, “con la banda entera bebiendo vino, tocando y pasándosela en grande –-recuerda Peter Marshall– apareció un soldado israelí haciendo señas para que paráramos. Nos detuvimos. El tipo se cree que sube a un autobús de línea y va y se encuentra con una fiesta monumental. Le sacamos el fusil y le dimos de todo lo que había, porro, ácido... y todavía me parece ver la cara que puso”. La sala Binyanei Ha’uma de Jerusalén era un local nuevo y pequeño, con una acústica excelente. El público estaba donde tenía que estar, sentado delante del escenario. En el camerino, Bon Johnston repartió el LSD de la gira, Polvo del desierto. “¿Crees que esa mierda todavía funciona? –le preguntó Leonard–. Tendremos graves problemas si funciona; y también si no funciona.” Delante del micrófono, mirando al atento público, que lo adoraba, Leonard parecía aún más afectado que de costumbre... Tenía la impresión de que no era lo bastante bueno, que estaba defraudando a aquel precioso público y a aquellas preciosas canciones. Intentó explicarlo, pero su explicación se fue haciendo cada vez más compleja: “Se han convertido en meditaciones para mí y a veces, ¿saben?, no me entusiasmo con ellas, siento que los estoy engañando, así que lo intentaré de nuevo, ¿de acuerdo? Si no funciona, lo dejo. No hay ninguna razón por la que debamos mutilar una canción para salvar las apariencias. Si la cosa no funciona simplemente pondremos fin al concierto y les reembolsaré el dinero. Hay noches en que uno se eleva en el aire y otras en que no logras despegar del suelo y no tiene objeto mentir, y esta noche simplemente no hemos despegado. Dice la Cábala que si no puedes levantarte debes permanecer en el suelo. También dice la Cábala que hasta que Adán y Eva no están cara a cara, Dios no se sienta en su trono, y de algún modo mis partes masculina y femenina se niegan a encontrarse la una a la otra esta noche, y Dios no se sienta en su trono y es terrible que esto ocurra en Jerusalén. Así que escuchen: vamos a dejar el escenario ahora y a tratar de meditar profundamente en el camerino para intentar recuperar la forma, y si lo logramos, volveremos”. Entre bastidores, Leonard se derrumbó. “Me estoy rompiendo”, anunció, y añadió que devolvería el dinero a sus fans. Pero le dijeron que sus fans no querían que les devolvieran el dinero; las entradas no eran caras, y algunos habían recorrido más de doscientas millas para asistir al concierto. Alguien llamó a la puerta del camerino y les informó que el público seguía esperando y que querían cantarle una canción a Leonard. Estaban cantando “Hevenu Shalom Aleichem” (“La paz sea contigo”). Marshall se llevó aparte a Leonard y le dijo: “Tenemos que velar por el negocio y terminar la actuación, o puede que no salgamos de aquí de una pieza”. Leonard repuso: “Creo que lo que necesito es afeitarme”. Eso era lo que su madre le había dicho que hiciera cuando las cosas se pusieran mal. En el camerino había un espejo y una bacha, y alguien le llevó una navaja de afeitar. Tranquila, serenamente, cuando la multitud aplaudía y cantaba en el auditorio, Leonard se afeitó. Cuando terminó, sonrió. Volvió a salir. Mientras Leonard cantaba “So Long, Marianne”, las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.


Yo soy tu hombre
Sylvie Simmons
Lumen
732 páginas

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el año en que grabo La muerte de un mujeriego con Phil Spector.
 
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