Domingo, 10 de marzo de 2013 | Hoy
En Los Angeles, en 1988, se celebró un encuentro en el Museo de la Tolerancia del Centro Simon Wiesenthal. Me interesó porque nunca había conocido al hijo de un nazi. Fui a encontrarme con hijas solteras y marchosas de las SS, pero solo se presentó una pobre alemana traumatizada en representación de toda su especie entre un puñado de ratones como yo. Y la atormentaban tanto la culpa y el peso de una historia mucho más vasta que la suya personal que comprendí que solo los alemanes y los judíos podíamos reunirnos a gusto a llorar al pasado, porque la historia conjunta pesa muchísimo en la psique de unos y otros.
A la conferencia asistieron principalmente supervivientes, jubilados judíos muy ancianos admiradores del centro. Maus todavía no era tan conocido como lo sería con el tiempo y el público estaba formado por unos doscientos Vladek Spiegelman que no me quitaban ojo. Desde luego no habían leído el libro, pero todos sabían que salían unos ratones de un comic. Y los comics merecían tan poco respeto que, por definición, Maus era un insulto. Durante la ronda de preguntas, un anciano me preguntó: “¿No podías esperar a que estuviéramos todos muertos para hacer algo así?”.
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