Domingo, 10 de marzo de 2013 | Hoy
El último capítulo era una versión condensada de la historia que avanza hacia el presente. Vladek llega a un punto en su relato donde, literalmente, propone un final feliz: chico conoce chica, se pierde y la recupera. Ya está. Solo que “la pierde” implica los vagones de tren a Auschwitz. Pero conoce a Anja, la pierde y la recupera; a cierto nivel, ésa es la historia de Vladek y así la cuenta él. De modo que avanza hasta el momento en que, por fin, después de lo ocurrido, comparten el mismo espacio. Se reúnen.
En cierto sentido es el final de la historia, y así aparece con la luna de miel, abrazados otra vez, como un final de lo más satisfactorio. “No hace falta contarte más, los dos fuimos muy felices, vivimos felices y comimos perdices”. Insiste en “felices”. Algo que difícilmente se sostiene cuando uno sabe en quién se convirtió Vladek y cómo fue la vida de Anja tras la guerra: se suicidó.
Pero son las viñetas de después del cierre las que redoblan el peso.
“Estoy cansado de hablar, basta de historias de momento.”
El hecho de que todo eso, en la última página del libro, descanse en una lápida a mí me permite que sea mi versión de una de yahrzeit, mi monumento en su recuerdo. Que todo el libro descanse sobre la tumba de Vladek y Anja al fin muestra la otra cara de la moneda de lo que se ve cuando los dibujo abrazados dos viñetas antes. Poner sus fechas y luego las mías, como parte de la firma, no fue gratuito. Es parte del cierre, de unirlo todo y dejarlo lo más claro posible sin simplificar, distorsionar ni mentir. Un lugar donde parar. Una forma poco convencional de recuerdo, según me cuentan, pero para mí fue una manera de recordar. Con más sentido, de hecho, que una lápida que creo no haber visitado en los últimos veinte años.
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