Dom 04.08.2013
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El último encuentro

› Por Eduardo Jozami

Hace menos de tres meses estábamos con León en el predio que ocupó la Escuela de Mecánica de la Armada. Se lo veía muy conmovido, aunque esa emoción sólo pudiera expresarse en su sonrisa o en el modo de estrechar la mano. No pudo hablar; lo mismo había ocurrido antes en su casa, cuando, junto con el curador de la muestra, Andrés Duprat, quisimos grabarle alguna declaración. Viéndolo tan débil resultaba inevitable interrogarse sobre la duración de ese hálito de vida del hombre que desde su silla de ruedas nos miraba con los ojos bien abiertos. Muchas de las casi mil personas que lo aclamaron ese día, en la inauguración de la que sería su última muestra, habrán pensado, seguramente, que lo estaban despidiendo. El homenaje era doblemente significativo: su hijo Ariel fue secuestrado y desaparecido en 1977 por el grupo de tareas de la ESMA.

Desde que nos instalamos en lo que hoy es el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, cuando comenzamos a pensar en cómo transformar esos enormes galpones en una gran Sala de Teatro y un Espacio de Artes Visuales, León recorrió el lugar con nosotros, más de una vez, y se entusiasmó imaginando las grandes instalaciones que podrían hacerse en un espacio de esas dimensiones. Recordé esas expresiones de León cuando se estaba montando el Taller Ferrari, viendo las esferas colgantes de alambre y otros materiales, las grandes instalaciones de caños y varillas que parecían tocar el cielo, o las formas humanas de telgopor que conformaban una orquesta en el fondo del salón. Si estas obras y los collages y banderas de su asistente Yaya Firpo, siguiendo el consejo de León, ocupaban todo el espacio, también podían verse en otra dimensión, desde las mínimas estatuillas de motivos religiosos hasta los cuadros escritos que constituyen buena parte de la obra de Ferrari: alrededor de 500 trabajos que recorren buena parte de la trayectoria del autor de Civilización Occidental y Cristiana, presentadas por la excelente curación de Duprat de un modo que justifica el título de la muestra, como si hubiéramos sorprendido al artista en su taller.

La primera edición del concurso anual del Conti, destinado a ensayos sobre la mirada de la sociedad acerca de los años ’70, tuvo como premio un trabajo donado por León. Lo ganó una joven entrerriana, que no conocía al pintor ni su obra y se conmovió al enterarse de la dimensión del premio que recibía. Cinco años después, el cuadro sigue estando en su poder y nos escribió conmovida cuando murió Ferrari, señalando que ese premio había creado un vínculo muy fuerte con el Centro y sobre todo con el artista cuya obra ahora conocía y admiraba. Podríamos agregar muchas otros datos sobre la relación del Conti con León, pero quizá baste con señalar que sus ilustraciones para el Nunca Más se exhiben en forma permanente para ser utilizadas en las tareas de formación en nuestros ciclos de Educación para la Memoria.

La difícil relación entre arte, política y memoria es un tema de discusión cotidiana en nuestro Centro. Es obvio que trabajando en ese espacio emblemático del terrorismo de Estado, nuestra tarea se relaciona fundamentalmente con la dictadura y los ’70, pero también es cierto que el arte, aun el llamado arte político, no puede entenderse simplemente como exaltación de las luchas populares o ilustración del horror. Así lo entendía Ferrari, en las últimas décadas, luego de haber sido uno de los grandes protagonistas del ciclo de radicalización y fuerte compromiso político iniciado en los años ’60. El Cristo montado sobre un caza bombardero norteamericano que envía al Salón del Di Tella, en 1965, como repudio a la agresión contra Vietnam, es un símbolo del espíritu de esa época. El trabajo de León no fue aceptado pero, en poco tiempo, muchos de los integrantes del Di Tella se unirían con quienes habían denunciado como reaccionario al vanguardismo ditelliano, en muestras colectivas como Tucumán Arde.

En una entrevista que le hizo Ana Longoni en 2005, León señala, con una mirada histórica, que los resultados de esta muestra fueron muy distintos a los que se buscaba. Querían salir del campo del arte y pasar a la política y resultó todo lo contrario: expresó cambios en el lenguaje artístico, pero tuvo poca eficacia política. “Se rescata como arte político, una muestra cuyo principal peso radica en lo estético, en la renovación o revolución estética”, dice Ferrari en la misma entrevista.

Después de la dictadura y el exilio, cuando el pensamiento de izquierda sufría la crisis más seria de su historia, no fue dominante entre los plásticos ese aggiornamiento posibilista que se observó en otras áreas, particularmente entre los intelectuales de las ciencias sociales. Los grandes artistas argentinos siguieron fieles a sus ansias de transformación (a las que la realidad ponía fuertes limitaciones), pero sus obras registran el cambio de época. Como ejemplo, en las pinturas de los últimos tiempos de Ricardo Carpani –expresión en los ’60 de la corriente más cercana al peronismo y enfrentada con los del Di Tella– se reconoce una filiación con sus antiguos trabajos, pero las formas se suavizan, desaparecen aquellos trabajadores de expresión dura y músculos rígidos cuyas manos se aferran a los barrotes de una cárcel, porque en la post-dictadura las contradicciones políticas se plantean de otro modo y también son distintas las formas del enfrentamiento.

Al retornar al país en 1991, Ferrari se vincula estrechamente con el Movimiento de Derechos Humanos y, como lo hiciera antes de la dictadura –cuando prestaba su colaboración a las organizaciones revolucionarias sin reparar en riesgos–, se acerca a los sectores políticos que enfrentan al menemismo y llega a ser, como también Carpani, precandidato a diputado por el Frente Grande. Convencido de que “con todo se puede hacer arte”, lo que lo lleva a trabajar con los materiales menos imaginables, y rechazando cualquier intento de valorar la obra de arte por su eficacia política, Ferrari avanzará en un proceso de renovación y experimentación constante.

Liberado de toda sujeción a preceptivas políticas que regimenten el trabajo artístico (“el arte es indefinible, porque cuando proponés una definición, es una jaula”, dice en la entrevista ya citada), la política sigue ocupando, sin embargo, en la obra de León un lugar fundamental. Ya no parece creer como antaño en la posibilidad de drásticos cambios sociales en el corto plazo, pero se convierte en un paladín de las luchas contra la discriminación y la intolerancia, y por el reconocimiento de la libre orientación sexual. Su denuncia de la complicidad eclesiástica con el nazismo y la dictadura argentina lo lleva a una audaz, polémica y original crítica de la religión. Quizás existan, además de la que hace Ferrari, otras posibles lecturas de la Biblia, pero no puede negarse –en un mundo cruzado por el odio y la violencia– el profundo sentido liberador que tienen sus reclamos al Papa para la abolición del infierno.

León mantenía hasta el final de sus días buena parte de ese espíritu iconoclasta de otros tiempos que lo llevó a denunciar la hipocresía dominante sin respetar jerarquías. Pero, aunque les cueste reconocerlo a los espíritus pequeños que han querido demonizarlo, León Ferrari, artista genial, pensador revolucionario en su momento, demócrata avanzado y consecuente más tarde, fue por sobre todo un apóstol de la tolerancia y la solidaridad. Alguien a quien los éxitos resonantes de los últimos años, Venecia, el MoMA, el Reina Sofía, no le habían hecho perder esa saludable displicencia de quien no termina de creerse distinto a los demás.

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