Ana, la de Tejas Verdes cuenta la vida de una huérfana valerosa y extraña, pero también entrañable, Ana Shirley, que irrumpe en la granja de Tejas Verdes, de la isla del Príncipe Eduardo, en medio de una explosión de signos de exclamación, manzanos en flor, pecas y comprometidas meteduras de pata.

Marilla y Matthew Cuthbert, los dos hermanos ya mayores, propietarios de Tejas Verdes, quieren un niño huérfano que les ayude con los trabajos de la granja, pero les envían por error a la melodramática Ana. Ella produce tal impresión en el tímido solterón Matthew, que éste quiere que se quede, y la agria y severa Marilla acaba cediendo. La locuaz pelirroja Ana deja de ser un patito feo abandonado y se convierte en un bello cisne (entretanto, su famosa cabellera se tiñe temporalmente de verde) hasta que, por fin, no solo se gana la admiración de Marilla, sino de casi toda la gente de Avonlea. Hay también un final agridulce, cuando el maravilloso Matthew muere, y Ana, que ha obtenido una beca de estudios, renuncia a su sueño universitario para quedase junto a Marilla. Esta es la parte donde uno no puede parar de llorar.

Millones de niñas, entre las que me incluyo, se divirtieron, encandilaron y conmovieron con las aventuras de Ana. Me gustaron los episodios en los que Ana rompe el tabú que prohíbe los estallidos de ira por parte de los jóvenes. Ella reacciona de forma espectacular, dando patadas y lanzando insultos: “¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Eres una mujer grosera e insensible!”; e inclusive recurriendo a la violencia física: “¡Chico mezquino, odioso! ¿Cómo te atreves?”, y, a continuación, el estallido de una pizarra rota sobre un espeso cráneo.

Lo que distingue a este libro de tantos otros “de niñas” es un trasfondo oscuro que le da al relato una frenética energía. La propia autora, L. M. Montgomery, fue una huérfana a la que enviaron a vivir con dos personas mayores.