Voy a elegir un libro de literatura infantil para sumar a una lista de indispensables. Sé que no tengo manera de escapar a la arbitrariedad. Aun así me esfuerzo por encontrar una razón, un fundamento que justifique mi recorte. Entre tantos y tan grandiosos libros escritos para la infancia, la tarea se hace difícil. ¿Qué potencia debe poseer un libro para ganar semejante condición?

Doy vueltas. Dudo. Salto en el tiempo y en el espacio.

Por fin decido: Alicia en el País de las Maravillas.

Dudo, doy vueltas, pero vuelvo a elegir: Alicia en el País de las Maravillas. Me siento capaz de afirmar que se trata de un libro prioritario, capaz de transformar la experiencia del crecimiento. O al menos, de acompañarla con inteligencia y con ternura.

Elijo ese texto porque lejos de hacer reverencias al lector o de proponerle una identificación almibarada, lo azuza y lo incomoda. Entonces, lo modifica.

El mundo de Alicia presenta el lado grotesco de las instituciones y el lado cómodo de la sensatez, desnaturaliza el sentido común, invierte los arquetipos. Sus personajes desacralizan la infancia. Y sin embargo, la respetan en profundidad.

Pocas veces pocos libros pensados para el público infantil se han atrevido a tanto. Porque es mucho desobedecer lo establecido. No solamente riéndose del orden social, de las jerarquías monárquicas y sus parafernalias, sino parodiando asuntos más subterráneos, corrientes profundas que programan y digitan nuestro día a día.

Alicia... cuestiona el autoritarismo del conocimiento lógico, ese que relega a la condición de irreal todo aquello que no puede abarcar. Y cuestiona el alcance mismo de ese modo de conocimiento.

No es lo mismo crecer con Alicia que sin ella.

Porque no es lo mismo cumplir años si conocemos los No Cumpleaños.

Es indispensable caerse por un pozo infinito sin lastimarse.

Porque duele menos crecer si sabemos que hay un bocado de hongo que puede regresarnos a la infancia.