> CUENTOS DE LA SELVA, DE HORACIO QUIROGA
› Por Ana María Shua
Un gran libro es como un árbol. Crece como si hubiera brotado de la tierra. Cuesta y hasta incomoda recordar que tiene autor, que es un artificio y no una obra de la naturaleza. Cuentos de la selva tiene autor. Horacio Quiroga fue rioplatense, como llamamos los argentinos a los uruguayos que nos gustan. Escribió muchísimos cuentos, algunos asombrosamente malos, igual que cualquiera que necesite con urgencia el escaso dinero que las letras le proporcionan.
En 1903, como fotógrafo en una expedición que organiza Lugones para estudiar las ruinas de las misiones jesuíticas, Quiroga conoce la selva misionera y se le clava en el alma. De ese amor imposible y loco van a nacer muchas empresas fracasadas y sus mejores cuentos. Mientras sus historias de ciudad derrapan por el camino de la teoría social, el mensaje, el alegato, los cuentos que transcurren en la selva no intentan demostrar nada: son sencillamente extraordinarios.
En 1918 Horacio Quiroga publica los Cuentos de la selva, una colección de ocho relatos que les dedica a sus hijos. Se disfruta la influencia de Rudyard Kipling, que había publicado hacía poco su Libro de la selva.
En los cuentos de Quiroga la naturaleza es paisaje pero también personaje. Los animales hablan y sienten como personas, pero no están groseramente humanizados. Al contrario, parte del atractivo de estos textos es el minucioso realismo con el que se cuentan sus características y sus hábitos: qué comen, dónde viven, cómo cazan, cómo juegan. Siempre se cuentan, nunca se describen: Quiroga no necesita demorarse en ninguna descripción. La selva, el clima, los animales, los hombres, forman parte de una pequeña máquina de movimiento perpetuo que se pone en marcha con cada acto de lectura. Es siempre a través de la acción que el lector se entera de todo lo que necesita saber.
Son ocho cuentos perfectos. “La tortuga gigante” es quizás el más sencillo, un chico de cuatro años ya lo entiende y lo disfruta. En “Las medias de los flamencos”, Quiroga se da el lujo de inventar una leyenda que explica por qué los flamencos tienen las patas rojas. “El loro pelado” cuenta la deliciosa historia de un lorito doméstico, acostumbrado a tomar té con leche, que consigue vencer a un tigre. “La guerra de los yacarés” empieza con una frase inolvidable en la que Quiroga se acerca como nadie a la lógica infantil: “En un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.” Y como somos los yacarés y somos el viejo surubí con su torpedo, no nos preocupa que se hunda el maldito vapor de los hombres. ¡Que se los coman nomás, por irresponsables! Sufrí con “La gama ciega”: ¡esas avispas picando los ojos de la gamita! Pero Quiroga, que no le escapa al drama, también sabe cómo resolverlo. De la “Historia de dos cachorros de coatí y dos cachorros de hombre” recuerdo sobre todo la fascinante vida salvaje de los coatíes. Podría quejarme de la moraleja obvia de “La abeja haragana” si no fuera por ese desafío increíble entre la abeja y la culebra. Y aunque no es el último, dejé para el final “El paso del Yabebirí”, porque todavía se me saltan las lágrimas de emoción cuando llega el carpinchito a salvar al hombre, con el Winchester y la caja de balas en la cabeza para que no se moje la pólvora. ¡Ah, las valientes rayas del Yabebirí, diezmadas en su lucha contra los tigres! Quién iba a saber que algún día también el yaguareté iba a estar en vías de extinción...
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