Dom 22.09.2013
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> PAPELUCHO, DE MARCELA PAZ

El diario de papel

› Por Pablo De Santis

Papelucho era un libro que circulaba entre nosotros a comienzos de los años setenta en una edición de la editorial Pomaire, de tapa dura. La primera edición es de 1947. La autora, Marcela Paz (1902-1985), era chilena y se llamaba en realidad Ester Hunneus Salas de Claro: nombre tan difícil de recordar que justificaba con holgura su famoso seudónimo. Yolanda, su hermana, ilustró la novela. Sus delicados dibujos a pluma subrayan el carácter angelical de Papelucho: como si la ilustradora no conociera (como tampoco lo sabe Papelucho) el verdadero carácter del niño protagonista.

La novela era el diario del mismo Papelucho, un niño que, aunque bien intencionado, iba de catástrofe en catástrofe. Su voluntad de huir del aburrimiento lo llevaba a meterse en problemas, pero la verdadera aventura consistía en el segundo paso: cómo disimular el desastre. El remedio era siempre peor que la enfermedad. Podía haber hecho suya la máxima que se dejaba oír en una película de Hart Hartley: “Solo hay dos cosas en el mundo: deseos y problemas. Cuando deseas te metes en problemas. Cuando estás en problemas ya no deseas más nada”.

Había un momento en que Papelucho era obligado a abandonar la casa familiar para entrar en un internado. Los lectores sentíamos entonces que una sombra había caído sobre el texto. ¿Qué podía haber peor que ser un alumno pupilo? Papelucho se veía inmerso en un mundo hostil, sin privilegios, sin la criada de la casa, la Domitila, sin sus borrosos padres, sin la libertad de hacer sus experimentos. Sus travesuras ya no eran un fin en sí mismo: pasaban a ser un medio de escape, como pintarse la cara para simular una enfermedad eruptiva. La hostilidad de sus compañeros tenía como centro su diario. El lector comprendía que quien ponía las cosas por escrito corría el peligro de ser burlado, no por lo que estaba escrito en sí, sino por el hecho mismo de escribir, sobre todo en un mundo de varones.

Marcela Paz quiso hacer un libro luminoso y le salió sombrío, quiso hacer humor y el resultado a menudo bordea la angustia; pero es ese contraste lo que dio al libro la fuerza que todavía tiene, y que permitió a la literatura infantil encontrarse con la vergüenza, la culpa o la muerte.

A mí me enseñó (como supongo que a muchos otros lectores) que lo que el lector entiende puede ser más de lo que entiende el narrador. Entre los hechos y la voz que los cuenta hay una relación intrincada, hay olvidos, distracciones y distorsiones. Para entender a Papelucho había que entender más de lo que entendía el mismo Papelucho; pero no había nada de sátira en Marcela Paz, no le reservaba al lector ninguna altura superior, como suele hacerlo la sátira. Papelucho, tan lleno de defectos, alcanzaba una estatura trágica por persistir con sus diarias anotaciones en medio del peligro.

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