› Por Diana Bellessi
Chau, Juancito. Canta la torcaz al mediodía en el pueblo de Zavalla, canta su salmodia en voz baja, así como vos leías tus poemas, casi en un susurro, y así te oigo partir o veo la sombra fugaz de tu silueta con esa sonrisa a medias como cuando nos encontrábamos en los espacios públicos. Chau, Juancito, hasta luego, mejor decir. ¿Te acordás cuando nos conocimos, hace casi cuarenta años en un diciembre caluroso, como lo es este enero? Yo tenía mi jardinero a rayas y una boina colorada comprada por Canal Street; iba a cobrar una nota en la revista Crisis y me hiciste pasar a tu oficina, para hablar de poesía, y no me pareciste el poeta famoso que ya eras, me pareciste Juan, hablabas de la lírica, de Teresa y del otro Juancito que los dos amamos tanto, el de la cruz, antes de cargar tu cruz propia, amigo mío. Inmerso en los misterios de la poesía hasta el final, cómo me gustaba eso de vos, y que te rieras de todo lo que parecía importante, o te callaras, como el zorro que sos, mi Juan, cruzado por el alcohol y los cigarros y por aquella frase tierna desde el escenario con el teatro completo: “Mi mujer, Mara, ¿dónde está?”, dijiste en el micrófono, y te adoré porque al fin habías encontrado la horma de tu zapato, Juancito querido, inteligencia, pasión y autonomía en el perfil de una mujer. Ahora ya no me importa citar tus versos, sólo quiero citarte a vos, y a mí, de paso, como hacen los viejos amigos cuando se despiden, y pienso que nunca nos encontramos en un bar de Buenos Aires con el José Luis, que te estará esperando del otro lado para darte un abrazo o un reto cariñoso como siempre hacía él.
Aunque se conozca poco al otro, es misterioso cómo se tejen los lazos de amor, o podríamos decir que al conocer sus versos sabemos tanto más o tanto menos, ¿verdad, mi viejo amigo? No tengo tus poemas aquí en Zavalla, y temo citarte de memoria por citarte mal, pero lo haré, de seguro, esperame un ratito nomás. Nos ponemos raros al volvernos viejos, irrespetuosos quizás, hablando con un muerto, primero, y tan confianzudos además. Me acuerdo de cuando viniste a tomar unos mates a mi casa, y elogiaste el verde con el abierto cielo celeste que teníamos allá arriba, y me veo a mí, que nunca pude hablarte como lo estoy haciendo ahora, nunca tan sueltita después de haber llorado por la noche como una chica a la que se le va un amor...
Este es un escrito para rodearte, Juancito mío, todavía vivo en mi corazón, qué otra cosa podría decir, qué no se ha dicho de la torsión sintáctica, del diminutivo popular transformado con gracejo, del idioma nuevo donde el poema siempre se enanca cuando es escrito por el tonto de la tribu como vos. Escribir hasta el último momento, y morir en tu cama, dos extraordinarios privilegios que te ganaste, amigo nuestro, y unas florcitas silvestres para acompañarte, de toda la gente que admiró tus poemas y que te quiso, personalmente, a vos. Te quiso por tus gestos de grandeza, gestos privados difíciles de comentar, privados y tan públicos al mismo tiempo, como la búsqueda de los restos de Marcelo y la insistencia perra por hallar a Macarena, tu nieta del amor hasta encontrarla en Uruguay. El interminable dolor vuelto instantes de dicha, de vida que no termina nunca aunque se terminen nuestras vidas. Y todos esos jóvenes ariscos lanzando mails la noche de tu muerte para encontrar a esta viejita que hable de vos, tan bello y tan ridículo, mi querido Juan, que dejo de llorar y me viene una risa de aquellas, una risa ahora compartida, en el humo galáctico del cielo de esta noche de verano, aquí en Zavalla, sólo con vos, mi judío errante, mi pariente de Baruch bajo los sonidos sordos del bandoneón.
Viva la vida, amigo mío, aquellos vinos tomados en el df con ironía sonriente, aquellas enfermeras gloriosas: “¿y si Dios fuera una mujer? alguno dijo/ ¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno/ ¿y si Dios moviera los pechos dulcemente? dijo/ ¿y si Dios fuera una mujer?...”
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