› Por Marcelo Figueras
El libro de Gelman que me traspasó de un lado a otro no forma parte de su obra poética. Ni el flaco perdón de Dios fue escrito con su compañera Mara La Madrid y publicado en 1997. Podría decirse, en algún sentido, que lo único que Gelman escribió allí fue uno de los acápites, que reza: Este libro quiere mostrar, no demostrar. El resto son textos de especialistas en el tema –García Lupo, Verbitsky, la gente del Equipo Argentino de Antropología Forense–, mechados entre aquellos que constituyen el meollo de la cuestión: los testimonios de ex detenidos y de padres / madres e hijos de los desaparecidos. Ellos son, tal como lo aclara en los Agradecimientos, “las voces que dicen este libro”: tan elocuentes en su mostrar, que Gelman halló innecesario añadir otras palabras.
Me encontré con el libro a comienzos de este siglo, cuando investigaba para lo que terminaría siendo Kamchatka. Ya había realizado entrevistas a militantes que durante la represión vivieron clandestinos, en compañía de sus hijos; y a adultos que en aquel entonces se habían fugado de la mano de sus padres/madres, hoy desaparecidos. Pero el libro de Gelman y La Madrid fue fundamental. A la distancia, supongo que esas voces que contaban su peripecia en primera persona –tan desnudas, tan desgarradoras– fueron la música que enriqueció la voz de Harry, el narrador de Kamchatka.
Al revisar los subrayados de entonces, encuentro hilos que se incorporaron a la trama de la historia. La crueldad de cierta sociedad civil, que daba la espalda a los hijos de los perseguidos. La adopción de identidades nuevas durante la fuga. El padre abogado penalista con debilidad por el juego, a cuya imagen y semejanza fue creado el padre de Harry. La cita a la que el niño acude en compañía de su madre, pero a la que los compañeros no llegan, porque ya han caído. (El detalle es más revelador que cualquier cosa que un escritor pueda imaginar: la madre lleva una bolsa llena de milanesas al parque Saavedra, que nadie comerá.) Los niños confiados al cuidado de sus abuelos. Y algunos otros que quedaron fuera, pero cabe mentar, porque superan en su dramatismo a la mejor ficción. Por ejemplo aquel de María Laura, que estudiaba antropología en París y terminó por comprender que las huellas que deseaba buscar no eran las de los gliptodontes, sino las de su padre. Cuando al fin el EAAF identificó sus restos, María Laura lo enterró en la Olavarría natal y puso allí una placa que suscitó las protestas de la familia paterna. Esa gente que nada había averigüado en tantos años se quejaba por la falta de espacio, que les impedía sumar sus propios nombres a la placa. “Por eso estudio piedras –concluye María Laura–. La gente es muy difícil.”
Ni el flaco perdón de Dios será siempre uno de los libros insoslayables de Gelman. Por razones varias, de las que mencionaré apenas dos. Porque aun perteneciendo al género periodístico, no se aparta del camino estético que puso a prueba como poeta: mostrar, no demostrar. Y porque convierte en libro una conducta: la de correrse al costado del camino (cuando podría haber aprovechado su tragedia personal, en función del ego) y poner su voz en función de las voces que consideraba importantes de verdad. Al actuar como si las desventuras ajenas fuesen más grandes que la propia, Gelman anticipa la noción de que la patria es el otro. (¡Qué bien queda así, puesto en minúsculas!). Frase que, dicho sea de paso, no desentonaría entre sus poemas.
Yo tengo el oído duro para la poesía, pero eso no me impide identificarla más allá de los confines del verso y del libro. Por eso mismo, aunque reconozco el talento del Gelman lírico, prefiero llamar la atención hacia su otra poesía: la que escribió con la vida, a través de sus actos y hasta de sus silencios. Obras literarias abundan en este país. Lo que no sobran son artistas que a la vez sean o hayan sido ejemplos de vida, gente que no haya mordido el polvo ante alguna de las zancadillas morales que nuestro país practica a diario. Su derrotero es la prueba más clara de que se puede conservar la dignidad, aun en las peores circunstancias. Y el mutis en que ahora incurre nos empuja a expresarnos, para hablar con palabras pero también con actos. En tándem con la de Favio, su ausencia supone un sacudón para los artistas populares: si queremos estar a la altura de este presente histórico, no nos queda otra que despabilarnos.
Esta es nuestra circunstancia, en versos del mismo Gelman: Aquí pasa, señores / que me juego la muerte.
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