› Por Rodolfo Rabanal
Hubo un tiempo en que Juan Gelman era dueño de un humor irreprimible. Hacia 1970 compartíamos la redacción de Panorama, cuyo deterioro físico era inversamente proporcional al incesante entusiasmo de un equipo de periodistas convencidos de que nuestra tarea tenía sentido. Desde ya, los tiempos señalados –presentes e inmediatamente futuros– eran intensos, interesantes y peligrosos. Juan presidía la sección de Noticias Internacionales, Tomás Eloy Martínez actuaba como director, Ana Basualdo, Osvaldo Soriano y yo, entre otros muchos, aporreábamos el teclado mecánico de las Olivetti color crema sucia produciendo todo tipo de notas, desde las ligerezas de la vida cotidiana hasta los enredos furiosos y conspirativos de la política.
A veces, al llegar a la mañana a la oficina de Paraguay y Leandro N. Alem faltaba un escritorio, dos o tres estantes o un par de máquinas de escribir. Hasta algún teléfono roto figuraba en la colección de estropicios. El teléfono roto vive en mi memoria ligado a la imagen de Juan, precisamente. Desde ya, no existían celulares móviles, ni en sueños, por eso la humorada gelmaniana sigue imponiéndoseme como un disparate inspirado de contornos proféticos: de pronto lo vemos moverse por la sala de redacción hablándole a un auricular que llevaba consigo de un lado a otro absolutamente desconectado. La conversación suponía un interlocutor que le cuestionaba la calidad de la audición, ante lo cual Juan protestaba diciendo: “¡es lo que tenemos, ya iremos mejorando...!”.
Recuerdo que Pasquini Durán, miembro especialmente lúcido de aquel equipo, se quebraba de la risa en su silla giratoria.
En otras ocasiones, el humor fermentaba en una especie de poesía jocosa, donde las palabras se distorsionaban para obtener una significación imposible, o bien se jugaba a recitar en idiomas desconocidos (por lo regular en ruso, sueco o finlandés). Juan solía liderar esos empeños adoptando una gestualidad falsamente solemne, como si se tratara de un director de orquesta marcando los tiempos a músicos sin instrumentos en una sala sin gente.
Dos años después, supongo que en el ’72, Gelman dejó Panorama para ocuparse del suplemento cultural de La Opinión, que acababa de aparecer. Yo estaba escribiendo una narración cuyo título todavía deploro: “No hago más que recordar”. Pero a Juan le gustó el texto y lo editó en La Opinión pidiéndole a Sábat que me caricaturizara. Todavía guardo esa página, fue mi primer trabajo literario publicado en un medio de importante difusión y ocurrió gracias a Juan.
Yo había leído Gotán y Cólera Buey animado por el estímulo de Raúl González Tuñón, descubridor en cierto modo del joven Juan Gelman y figura rectora en mis años primeros como periodista en la redacción de Clarín. Recuerdo que Gotán fue como husmear la huella de una presa inesperada, ya desde el título, una inversión que recrea con vigor fonético el emblema fiero de algo que es más que música y más que danza.
Después pasó el tiempo, se sumaron los libros, se esfumaron los cuerpos, se perdió la diversión y empezaron los exilios. Volví a encontrarlo en París, probablemente hacia fines de 1982, deambulando por los pasillos de la Unesco donde ambos hacíamos traducciones bajo la dirección del poeta español José María Valverde. Almorzamos cerca de la tumba de Napoleón y hablamos de política y de poesía. Debajo del bigote, todavía entonces oscuro, Juan disimulaba una sonrisa amarga, su humor, ahora algo mellado por el filo de la realidad, brillaba por momentos como una picardía, y a veces como un sarcasmo. Desde ya, fue uno de nuestros pocos grandes poetas, compañero de ruta en mi juventud y uno de mis primeros lectores, y ahora se ha ido. Afortunadamente, la poesía, la voz poética, permanece y durará.
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