› Por Ángela Pradelli
A principios de año suelo leerles a mis alumnos del secundario “El viaje”, un poema de Juan Gelman. Es un poema corto, que en una escritura de prosa destella en una oscuridad insondable.
Vivía en México (Campeche 365, departamento 2002, Colonia Condesa) con su mujer. Un día se le antojó ver mundos varios, endomingarse en una flauta, ir desiertos a pie, volar como ave de palito, desenterrar infancias del pañuelo, soplar lluvias de frente, vivir amores como sedas contra la propia nada, etc. Fue a una agencia de turismo y compró un boleto para Campeche 365, departamento 2002, Colonia Condesa, México, DF.
Al leer a Gelman en clase, la clase entera de estudiantes adolescentes, y yo con ellos, entrábamos a un misterio que nunca termina de aclararse del todo y de comprenderse. Unos pocos versos alcanzaban para que los alumnos entendieran que en esa escritura no era el conocimiento lo que contaba. En algún momento, Gelman habló del fracaso constante de la poesía, la esencia del poema sería entonces su imposibilidad, una búsqueda a veces tenaz que, sin embargo, sabe de antemano que no se resolverá nunca.
En los poemas de Gelman el eje está desplazado hacia el silencio, oscila en un movimiento que provoca un temblor entre la palabra y el silencio, en donde siempre hay otro y esa relación supera el juego de enfrentamientos o de opuestos. Al recibir el Premio Reina Sofía, en su discurso, Gelman afirmaba que la poesía exige la abolición del mundo, y que “es un movimiento hacia el Otro, pasa de su misterio al misterio de todos y les ofrece rostros que duran la eternidad de un resplandor. Corrige la fealdad, es ajena al cálculo y da cobijo en sus tiendas de fuego. Se instala en la lengua como cuerpo y no la deja dormir”. Tal vez los poemas de Gelman hayan registrado esa escritura que mis alumnos leían en esos primeros días todavía calurosos de marzo. Una construcción que se desplaza para internarse siempre en la oscuridad remota y más propia.
“Cuando una lengua desaparece, dice el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, no son sólo palabras las que se pierden. Cuando se muere una lengua, es una visión del mundo lo que desaparece”. Hoy la reflexión de Cardenal nos lleva a otra. ¡Qué pasa cuando se muere un poeta? ¿Qué va a pasarnos, a nosotros sus lectores, ahora que Gelman ya no está? Su mirada, fundida en la lengua, estará viva para siempre en el soplo de nuestras lecturas, Gelman no nos dejará en soledad, quedamos con su poesía como una forma de transitar nuestra mudez en este mundo. Gelman se fue, ahora quedamos con la lengua con la que escribió sus mundos, y con la que podemos disolver nuestros silencios en la voz de poesía en la que reconocemos los propios vacíos, ponerles palabras, que son las suyas.
Murió Gelman.
Nosotros nos quedamos en el quietismo de la voz hasta volver a leerlo y encontrarlo después en el eco de las cosas.
Ante la muerte todo se repliega en su mismo borde y la fisura se hace inmensa y se hace atroz. Pero en esa fisura de la lengua está el presente y está también todo la eternidad, la posía en la palabra, la fuga de ese instante que dura para siempre.
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