› Por Alberto Szpunberg
Ahora, en estos días, días de dolor y punto, me doy cuenta. Con la muerte de Juan en México, termino de avivarme: hay un exilio cada vez más difuso, del que muy poco se habla, quizá porque su ecosistema sea el silencio. Más exactamente, no es un exilio, sino una diáspora: el exilio es una expulsión decretada, sellada, lacrada y firmada: “Mañana, a tal hora, desde tal muelle, ustedes se van... ¡o a la hoguera!”. La diáspora, en cambio, es lo que viene después. Aquellos muelles del primer desgarramiento están distantes, los cubre la bruma, mientras, a nuestras espaldas, los vendavales de la historia esparcen las arenas. Muchas arenas, con suerte, se amuchan en dunas; otras quedan por ahí: arenillas resignadas a no ser nunca montaña, a veces caprichosamente metidas en los ojos que, por supuesto, lloran...
En los encuentros con Juan, aun cuando no lo mencionábamos, lo de la diáspora estaba presente. Una vuelta, le formulé la teoría poética de Luces que a lo lejos: “Los argentinos somos víctimas del engaño de Gardel... Nunca se vuelve al primer amor... nunca se vuelve siquiera, jamás, a nada”... Juan se quedó pensabundo y meditabajo: familiarizado con la retórica judicial por su búsqueda empecinada de sus desaparecidos, me alertó: “Una acusación tan grave contra Gardel necesita de pruebas contundentes”. Y ahí nomás le conté que, si algo me irritaba en Buenos Aires, a la que siempre había querido volver, era la manía de saludarse que tenían sus habitantes: “¿Todo bien? ¿Todo en orden?”... En serio, ¿cómo es posible concebir que “todo bien... todo en orden”? Había una vez que, al encontrarse, como en los cuentos, los compañeros se decían “¿Qué hacés?”, porque siempre estábamos haciendo algo, y al despedirse se deseaban “¡Suerte!”, porque lo que estábamos haciendo tenía sus riesgos, pero más fuerte era el deseo...
Todo esto viene a cuento de que, desde la noche del martes en que me golpeó la muerte de Juan, volví a casa y, no sé por qué, el teléfono suena raro... Cada tanto, al otro lado de la línea, entrañable pero lejanísima, una voz me pregunta “¿Pedro?” y yo contesto “Pedro, sí, Pedro” y otra voz pregunta “¿Es cierto lo de Juan?” y agrega “No puede ser, no puede ser...” y yo confirmo “Sí” y todos esos que llaman y yo nos quedamos mudos y uno añade “No, por ahora no pienso...”, o “Nos vemos”... o, con un nudo en la corbata, “¡Chau, viejo, hasta siempre!”.
La última vez que, whisky en mano, charlamos como locos –sí, y con todos los honores, como locos–, una mañana luminosa de septiembre en Barcelona, le hablé a Juan de este asunto de la diáspora y de algunos de sus habitantes: “Cristóbal” era Salverio y “Roque”, Roberto, y “Pedro”, Alberto, y “la Negra”, Haydée, y “María”, Sabina, y “el Petiso”, obvio, el Petiso Bellomo, y “el Cordobés”, Héctor Jouve, y “Alambrito”, César...
–¿Qué César? –saltó Juan–. ¿César Stroscio?
Y cuando le expliqué por qué el gran bandoneón César Stroscio era “Alambrito”, pocas veces lo vi a Juan reír tanto. A los dos o tres días, del brazo de Mara, Juan se fue a París, tocó el timbre de la casa de César y preguntó: “¿Está el señor Alambrito?”. El abrazo habrá sido como la confirmación de un mito. Es que los compañeros de la diáspora son, somos, extraños, y nunca mejor dicho que eso de extraños, por más que tres días la bandera ondee a media asta en todo el país. Incluso desde confines tan impensados como el DF azteca o el Turkestán, a donde Tuñón se hubiese ido porque era “una hermosa palabra”, siguen, seguimos añorando la Tierra Prometida, como si nada en el mundo tuviese sentido sin ese cielo rojizo como el que ahora, por ejemplo, veo desde mi ventana de San Telmo, esta irremediable lejanía de todas partes... ¿Lo ven? Qué sé yo, es claro, transparente, como el deseo de volver a desearnos “¡Suerte!”. A propósito, perdonen, está sonando el teléfono.
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