Domingo, 9 de febrero de 2014 | Hoy
En la Manchester industrial de posguerra, los pájaros se abstienen de cantar.
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A las 9.40, cada mañana, ya habíamos presenciado varios castigos físicos humillantes en St. Mary. Y así comenzaba nuestro día de estudios.
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El peculiar uso del látigo de cuero es la respuesta, para todos los maestros que se descubren en una situación con la que no pueden lidiar. Es su debilidad, no la nuestra.
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En aquellos días, todo alumno con el pelo teñido con imaginación sacaba de quicio a nuestra profesora de arte, Miss Power. ¿Qué clase de “arte” enseñaba, a fin de cuentas? ¿El arte de la no expresión?
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Marc Bolan suena como si cantase en inglés antiguo –incomprensible para el oído moderno–. Pero la Biblia menciona “una Tierra única, con un solo lenguaje”, y esto es algo que sólo los cantantes de pop pueden lograr. Ciertamente, los políticos no.
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La amenaza que Bowie representó para la cultura británica ha sido olvidada ya, pero yo la veo restallar como relámpago en 1972. Su presencia fue tan volcánica como lo que más tarde sería llamado punk.
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A la mañana siguiente, presento una moneda en Rumbelows y pido el single de los New York Dolls.
“Ves –le comenta uno de los vendedores gordos al otro–, te dije que alguien lo iba a comprar.”
¡Al fin soy alguien!
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En lo que puede ser definido como un pánico abyecto, me compro una batería. De repente me encuentro en peligro mortal de hacer algo productivo.
¿Qué es este extraño, extraño sentimiento que sobreviene cuando el público aplaude con fuerza? Una descarga sexual –no la suya, la mía–. Billy toca bien, yo canto afinado y con energía, el aplauso estalla y yo llego al fin a mi hogar. La historia me ha atrapado ya durante mucho tiempo, y ahora debe dejarme ir.
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Imperturbable y obviamente loca, Margaret Thatcher reina sobre Inglaterra, haciéndole la guerra al necesitado y alabando a la nobleza. Ella crea más agitación social de la que nunca se haya visto –las grandes ciudades en llamas, mientras Thatcher lanza a la policía detrás de la gente...–. Loca de poder, destruye a los mineros con placer, un alma infeliz y condenada que sonríe victoriosa cuando, bajo sus instrucciones, un barco argentino lleno de soldados adolescentes es volado, aunque no representa amenaza para las tropas británicas. El Belgrano está afuera de la zona de exclusión, y Thatcher no puede defender sus acciones cuando, en TV, un miembro del público la cuestiona.
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El cantante Joey (Ramone) se veía como si hubiese sido asesinado en la cama de un hospital. He encontrado a mi gemelo.
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“Ya nos habíamos visto antes, sabés”, dice (Johnny Marr). “Me alegro de que no te acuerdes.”
Ooh, pero sí que me acuerdo.
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Geoff (Travis, el jefe de la discográfica) se inclina hacia adelante y se quita los anteojos. “¿Sabés por qué los singles de The Smiths no ranquean más alto?”
No digo nada, porque la pregunta es horriblemente retórica.
“Porque no son lo suficientemente buenos.” Se pone otra vez los anteojos y encoge los hombros. Yo miro alrededor, en su oficina, en busca de un hacha.
Ciertos crímenes merecen que uno purgue el tiempo a que se lo condenaría.
Una vez que terminamos la grabación de Strangeways, Here We Come tiene lugar un montón de reuniones con abogados y contadores, en el estudio Wool Hall. Y es en ese contexto que The Smiths dan un último, exhausto, suspiro y se retiran. Ocurrió de manera tan rápida y desprovista de emoción como esta frase.
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A causa de una canción de Viva Hate que se llama “Margaret en la guillotina”, soy compelido a aceptar un interrogatorio a manos de la Special Branch Task Force, de modo que evalúen si soy una amenaza para la seguridad de Margaret Thatcher. ...Al término de un encuentro muy civilizado, los hombres de la Special Branch me piden que firme una foto “para un vecino”, y de allí en más nada se escucha o dice en torno de la cuestión.
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Me pongo amarillo ante la noticia de que Elizabeth Taylor –uno de los más grandes monumentos de nuestra era– va a asistir al show del Hollywood Bowl. ¿Me habrá confundido con otra persona?
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The Smiths fueron el primer placer de mi vida, y los convirtieron en una pena incomprensible. Las bandas se separan cuando se secan creativamente; The Smiths se quebraron cuando sus poderes aumentaban.
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Si destruís a alguien, hacés historia.
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“Esto no tiene que ver con la plata”, dice (el ex baterista de The Smiths) Mike Joyce. ¿Y con qué tiene que ver, entonces? ¿Con la alta cocina? ¿Con la ciencia? ...Todos los hombres matan lo que aman, y Joyce asesinó a The Smiths.
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Claro que el tiempo cura. Pero también puede desfigurar. Sobrevivir a The Smiths no es algo que deba ser intentado dos veces. Aun cuando el paso de los años te ablande y olvides ciertas cosas, no necesariamente querrás retomar la amistad.
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¿Quién, en este mundo, tiene necesidad de otro
Phil Collins?
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Los nervios me fallan en 1986, cuando diviso al escritor y reformista James Baldwin en el lobby de un grandioso hotel de Barcelona... Su debilidad por la carne masculina le había dado al mundo una excusa perfecta para marginarlo como un peligro social, y fue borrado del mapa como alguien que usó su negritud como una excusa.
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¿Es necesario intelectualizarlo todo? Sí.
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Tienes edad suficiente para decir que sobreviviste, pero al pie de las escaleras que llevan a la cama, no hay nadie para recibirte. ¿Y si tu corazón se detuviese?
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Vos mismo te seleccionaste para protagonizar un melodrama convencional, despreciado-mientras-vivía-aclamado-de-muerto, y sólo parecés inclinado a discutir los rumores sobre tu persona que más te gustaría que hubiesen circulado.
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Yo soy un niño pequeño de 52, que se aferra a la anticuada noción de que una canción debe significar algo y se presenta en todas partes mediante una disculpa.
Estos fragmentos pertenecen al libro Autobiography, de Morrissey, que aún no ha sido traducido al castellano
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