Miércoles, 1 de junio de 2011 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › LITERATURA. EL DESPERTAR DE LA CRIADA, NUEVA OBRA DEL AUTOR ROSARINO
Editado en la colección "Ciudad y Orilla" de Homo Sapiens, el último libro del periodista y escritor Daniel Briguet reúne historias en las que los detalles no son indicios, son todo; donde lo inesencial termina siendo esencial.
Por Beatriz Vignoli
El título de un gran óleo realista pintado en 1887 en París por Eduardo Sívori es el del nuevo libro de cuentos de Daniel Briguet, publicado por la editorial rosarina Homo Sapiens en la colección "Ciudad y Orilla" que dirige Marcelo Scalona. El despertar de la criada se suma a la ya extensa obra narrativa y periodística de Briguet. Por ese sello se editaron Ficciones periodísticas (1993), Prohibir la noche (1996), Historias con mujeres (2002) y El último verano (2005). También publicó El encapuchado no se rinde (1998). Briguet escribía en Rosario/12 y actuó de sí mismo en El asadito, de Gustavo Postiglione: un monólogo comiquísimo ¿contra? las mujeres.
De historias con mujeres precisamente se trata El despertar de la criada. Quienes hayan visto la pintura homónima en el Nacional de Bellas Artes recordarán el claroscuro tenebrista, la cama revuelta, los pechos imponentes de la modelo, su rostro semioculto por el cabello renegrido; mujeres así, las prostitutas opulentas del imaginario masculino, imponen su carnalidad y su misterio en esta narrativa que cruza apuntes del natural con retazos de los universos ficcionales, amplificados por el cine clásico, de los maestros de la novela negra. Briguet, como él mismo en rol de personaje lo dice en uno de estos relatos, prefiere hablar de "historias" y no de "cuentos". La primera historia, que leves y precisos apuntes de época ambientan en el primer peronismo, transcurre en un hotel y juega con humor con los fantasmas evocados por el desnudo de Sívori.
La técnica narrativa que Hemingway denominó "la teoría del iceberg", que no es sino otro nombre para ciertos caprichos de la representación pictórica barroca (poner en primer plano lo irrelevante y lo relevante en segundo plano) le sirve a Briguet para desestabilizar esa jerarquía. Demorarse en los detalles de "atmósfera" termina siendo lo más importante. La distracción deviene la línea principal.
En este puñado de historias de Briguet, los detalles no son indicios sino que son todo; lo inesencial, como en la lectura posmoderna que hace Jameson en su ensayo sobre Raymond Chandler, termina siendo lo esencial. "Alfombras manchadas, escupideras llenas, puertas de vidrio que cierran mal", detalla Jameson; "un triste desconsuelo de salas de espera... una percepción como ésta depende por su misma estructura del azar y del anonimato... se le escapa al equipo detector de la gran literatura". A Briguet no, a él no se le escapan estos detalles. Su opción por una literatura deliberadamente menor como dispositivo garantiza que el relato los capte. Pero, al igual que los antiguos lectores modernos de Chandler, los que creían que sólo se trataba de saber quién era el asesino, cuando en sus ficciones se puede saber además cómo olía Los Angeles en 1930 (sí, Chandler era un Proust camuflado de novelista para las masas), el Briguet personaje es un mal lector de sí mismo. "Alguna vez quiero ser un buen narrador", confiesa en "Música ligera". Y recita la lección moderna: "El buen narrador pone sólo lo necesario y deja un campo abierto de sugerencias. O muestra sólo una parte de lo que quiere contar. Yo soy propenso a la dispersión y el desborde".
En realidad se leyó bien, pero se valoró mal; la dispersión entrega los detalles, el punctum, la documentación cruda de la percepción sensorial. Por eso son historias y no relatos; porque el relato sobrevuela las cosas, construye a partir de ellas, mientras que la historia (sobre todo si en su centro siempre hay una mujer cosificada por y para la fantasía) es fiel a las alfombras manchadas, a las puertas de vidrio que cierran mal. Cada relato de Briguet es un mundo cerrado como la ficción pictórica de Sívori, un espacio de tres dimensiones con su propia lógica. En uno de ellos un asesino llamado Parker, idéntico al de un cuento en el que se basó una película, existe y se vuelve letal a fuerza de que lo nombren, tanto los periodistas de la redacción como las putas del burdel, en el cotilleo insistente del mito. Así, en "Pasos en el pasillo", los distintos niveles de representación se vuelven del revés, los rumores se materializan; en "Pasajeros", las tramas se deshacían y se volvían banales (el sombrero en el espejo era lo crucial).
Burbuja al fin, la burbuja se quiebra cuando irrumpe la confesión autobiográfica desembozada: "¿En cuál diario? Yo no tengo cabida en los medios de acá y tampoco la quiero tener. ¿Sabés qué debería ser hoy? Un buen columnista de un diario de afuera (...). ¿En cambio qué soy? Un tipo que a los 50 años está tratando de aprender a contar historias". El peso del deber ser del autor es demasiado para la frágil ficción. Pero ya lo anticipaba Josefina Ludmer, la ficción de hoy es post autónoma: si el mundo en que vivimos se cuela en las burbujas de ficción de la literatura, es culpa de la época. Y a Briguet, lo mejor que se le puede desear es que no aprenda nunca a contar esas historias ya contadas; que se distraiga mirando mujeres, lindas o feas, putas todas ellas, imaginarias por supuesto; que se siga demorando en las camas de hotel y los ceniceros llenos, en ese tiempo sin tiempo que cada tanto ofrece la buena literatura local.
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