Lunes, 25 de enero de 2016 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › EN LA HABITACIóN, ABRAHAMSON EXPONE EL TRAUMA DE LA RELACIóN MATERNO-FILIAL.
La vida de una mujer secuestrada. El niño concebido con su secuestrador y las vejaciones. Una película de construcción simétrica, entre el adentro y el afuera, la madre y su hijo. Interpretaciones brillantes y nominaciones para el Oscar.
Por Leandro Arteaga
Hay varios niveles desde los cuales reparar en La habitación. Uno de ellos se impone, remite a su temática, de sostén verídico, de acuerdo con las reminiscencias asociadas al caso del austríaco Josef Fritzl. El film trabaja sobre el cautiverio de una mujer durante siete años, violada sistemáticamente y vuelta madre.
La habitación ‑quinto largometraje del dublinés Lenny Abrahamson‑ transpone, recrea, lo que la literatura dijo antes, a través del libro homónimo de Emma Donoghue, aquí guionista. En este sentido, la película de Abrahamson puede pensarse desde ese vínculo problemático que ofrece la relación cine‑literatura. Con una escritora vuelta guionista y un realizador atento a sus motivaciones personales, surgidas de esa lectura que, ha señalado, tanto le impactara.
Entre tantas posibilidades, habrá que pensar que La habitación puede ser mucho más que el ámbito de encierro aludido, también es el lugar de la infancia, el vínculo estrecho entre un niño y su madre (y a la inversa), la presencia fantasmal del padre (mitad real‑mitad imaginado, según el niño), la espía del acto sexual, o el reclamo por la falta de trabajo al "marido" (tal como se lee). Desde el aspecto temporal, el espectador se encuentra con una situación ya consumada, con siete años vividos y cifrados en un comportamiento cotidiano, confinado a la reiteración de actos que las paredes contienen.
El acontecimiento con el que la película inicia no es menor, es el quinto cumpleaños de Jack, cuyo cabello es tan largo como su tiempo de vida. Apenas cinco años y un pelo que recuerda el encierro. Así, Abrahamson distribuye el film desde una mirada compartida y contradictoria, a partir de las percepciones superpuestas de madre e hijo. Con la sensibilidad suficiente como para situar la cámara en el punto de vista del niño y mirar como él, para expandir esos límites materiales hacia confines que sólo la imaginación infantil conoce. La mirada de la madre, en tanto, está sitiada.
El adentro y el afuera serán, también, el equilibrio que comulgue con las miradas entrelazadas de los dos protagonistas. ¿Cuándo salir? ¿Todavía quedarse? El niño no quiere, la madre sí. ¿Quién de los dos debe conocer el afuera? ¿Volverán a verse? ¿Quién sabe? De este modo, La habitación dice sobre la relación filial mucho más que tantas otras películas sobre el tema.
A su vez, adentro y afuera son las instancias cuya frontera permite al film su estructura narrativa. (De hecho, es algo que de manera muy gráfica, la propia madre explicará al hijo.) De manera acorde, el espectador permanece confinado, hasta que se produce la posibilidad de la salida. Una vez ocurrida, la película se transforma y juega un vaivén simétrico. Dada la situación de encierro, las visitas periódicas del padre violador, el amor cuidadoso de la madre, la ternura de piel blanca del pequeño, la manera desde la cual narrar esta vía de escape no puede menos que ser vivida desde el suspense.
El suspense funciona por situarse en el lugar en la piel del protagonista y por hacer del espectador un personaje más. La incertidumbre sobre lo que sucederá está puesta en la cámara subjetiva, en la mirada de Jack, cuya borrosidad de cielo inmenso expande lo que el pequeño tragaluz permitía. ¿Cómo responder al plan trazado cuando no se sabe cómo es el afuera?
Traspuesto el límite, con la película ahora en condiciones de abrirse hacia horizontes, lo que parece inagotable se achata de a poco. Es extraordinario cómo el film logra expandirse mientras se encuentra encerrado entre cuatro paredes, y cómo provoca lo opuesto cuando respira aire exterior. La simultaneidad adentro‑afuera juega, de este modo, una relación recíproca, en donde una de las instancias no desaparece nunca y acciona sobre la otra.
Abrahamson lo logra desde una puesta en escena que nunca deja de acompañar a sus protagonistas. Siempre son ellos (y el espectador, repartido entre las dos miradas y teñido de sus angustias). Es cierto que las caracterizaciones son brillantes, que Brie Larson, en el papel de la madre, conjuga en su mirada el dolor reprimido y la alegría de una torta para el cumpleaños del hijo; y que Jacob Tremblay (Jack) es el pequeño salvaje de pisar débil, tan encantador como sumido en una voz que se le apaga al salir, incapaz de gritar.
Pero lo mucho más cierto es que tales interpretaciones, magníficas, lo son porque hay un pulso justo que les dirige, que les conjuga con los espacios donde el montaje les hace interactuar: un espacio mínimo y expandido, otro extenso y reprimido. Entre madre e hijo se produce una construcción mutua que también es, necesariamente, una deconstrucción y reconstrucción posteriores.
Cada elemento en juego, distribuidos entre decorado y dirección artística, repercute en función de esta premisa. Durante el encierro, hay dos ventanitas que comunican hacia algo más. Una es la del tragaluz, de una luminosidad borrosa. La otra es la del televisor, sus imágenes son algo que la mente del niño resuelve con explicaciones maternas: figuras chatas, que sólo existen allí.
Que entre tragaluz y televisor se produzca una asociación de mirada desviada, trunca, no es casual. Una vez afuera, esas figuritas chatas se hacen realidad en tanto aves de rapiña que esperan el momento mejor para atacar y juzgar. El dinero, los abogados, los secundan.
Que La habitación tenga un final redentor no la hace menor ni efectista. En todo caso, procura poner en escena el trauma inevitable de la relación materno‑filial. De acuerdo con su mirada estética, de disposición simétrica, procura un equilibrio que no prescinde, antes bien lo contrario, de abismos difíciles de tolerar.
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