Lunes, 25 de enero de 2016 | Hoy
Por Víctor Zenobi
A Oscar y al negro Tomaso.
Después de una silenciosa caminata por la costanera, nos sentamos en un codo del Saladillo, en las postrimerías del Mangrullo, y contemplamos el paraje de las islas y la corriente que parecía invitarnos a una nueva aventura. El Zurdo me dijo: "Te fuiste del barrio, Colo". "Sí, le dije. Mis padres se separaron y mi madre nos llevó a la casa de mis abuelos, del otro lado de Pellegrini". El Chate, sonriendo, exclamó: "Todo un cajetilla". Pindingui agregó: "A este lo perdemos". Lo miré con un gesto de fastidio y me apresuré a explicar: "Es otro mundo...la gente es distinta. Ayer un chico llegó en un auto nuevo a la casa de al lado, me miró, como con ganas de hablarme, pero no sé... El Zurdo me miró como si no comprendiera. No sé,repetí, mi familia es la más pobre del barrio, los demás tienen casas lujosas, en cambio en la nuestra hay un baldío delante que mi abuelo ocultó con un tapial y un portón con un candado.El Zurdo seguía sin comprender: "¿Y eso que tiene que ver? -me dijo- En la casa de mis tías, en vez de puerta, hay una cortina". "Sí, Zurdo, pero vos vivís en el bajo Ayolas y a los costados hay ranchos. Como sea, yo me siento extraño, además no veo a mi papá desde hace dos semanas. La primera noche, mi vieja se fue de la casa y me llevaron por todos lados, porque la salieron buscar, decían que si me veía...". El Zurdo me interrumpió para que contemplase el planear de las gaviotas. "Miren si pudiésemos volar -dijo- Podríamos ir a cualquier parte". "Imposible,me dan miedo las alturas, -dije- de sólo pensarlo, me aterrorizo".
Pindingui, sonriendo, seguía con su ironía: "No les dije, este ya está del otro lado. Pero che, vos sos más inteligente que nosotros, ¿para eso vas a la escuela, para tener miedo?"
Me sonreí y no le contesté, yo estaba aprendiendo que el conocimiento trae aparejado cierta cautela. Después de un rato de retornar al silencio, una melodía atravesó nuestro mundo. Caminamos unos pasos hacia donde se hacía más intensa. En uno de los ranchos, en el patio de tierra bajo el amparo de un aguaribay, un viejito tocaba lo que después sería Quejas de bandoneón. Nos miramos sorprendidos y nos sentamos enmudecidos y fascinados sobre nuestra tierra grave y doliente. La música parecía traducir nuestro mundo impregnado de precariedades, pero tan hondo y profundo como el de cualquiera y que de muchos modos nos mancomunaba; por de pronto, a mí me retrotraía a la contrariedad reservada de mi padre y a la tristeza de mi madre cuando cantaba "Abre tu vida sin ventanas / mira lo lindo que está el río..." incluso, o ahora me parece, que sentí una brisa de nostalgia. Lo que sí sé es que aceptamos esa música como si fuera nuestra desde siempre, como si hubiese marcado nuestro origen en el orillo y que ahora, al cabo de tantos años, me sigue reprochando algo que no puedo explicar. No sé, es como un complejo entramado que me envuelve cuando sueño, haciéndome sentir la pérdida de algo que me era esencial y que me obstiné en eludir. Algo que perdí, ignorando que era para siempre, cuando atravesé la avenida para pernoctar bajo otro cielo. En fin, ese día fue una verdadera despedida, puesto que se acercaba el atardecer y decidimos armar una fogata a la orilla del río para respaldar la protección maternal de nuestra noche. El Chate fue el primero en hablar: "Debe ser difícil tocar ese instrumento, está lleno de botones". "Sí -dijo el Zurdo, que siempre me sorprendía- pero qué lindo, se parece a la vida". "A qué vida -dijo Pindingui- por lo que yo sé, acá somos cuatro...y este (señalándome) se va a una vida diferente". No sé cómo, pero me di cuenta de que el hecho le dolía y era su forma de manifestarlo. "Tenés razón -dijo el Zurdo- de tanto andar juntos parece que pensamos lo mismo". "Tal vez sentimos lo mismo", balbuceé.
El Chate rompió el dramatismo y dijo que reconocía la música, porque el tío, que era tanguero le hacía escuchar a un tal Pichuco. Se paró y en medio de nuestra risa tarareo unos compases y dio unos pasos deliberadamente exagerados. Yo también sabía por mi padre, quien era Pichuco y les conté lo que sabía. Pindingui dijo que le gustaba que se pareciese a él...Lo miramos sorprendidos, sin entender y como si nada agregó: "Espero que no me jodan más porque me dicen Pindingui". En ese momento, dejamos de ser los cuatro, porque nos tiramos sobre el piso para contemplar la constelación de Orión, escrita en la inmovilidad de un infinito acontecer. Después, tarde, muy tarde, regresamos y yo debí saltar el tapial, atravesar el baldío y enfrentar la extrema severidad de mi madre. La casa de mis abuelos me deparó un mundo que tardé en aceptar, un mundo de gente urgida por la posesión y de chicos que tenían una meta definida en sus vidas carente de necesidades esenciales. Horacio, Fernando, Raúl, Guillermo, Gabriel formaban una barra que no tardé en integrar, favorecido por el baldío que permitía reunirnos impulsados por la fantasía de una asociación clandestina. La primera de nuestras misiones fue robar los escudos de los autos y esconderlos en uno de los caños de aireación que emergían de los techos. Era una tarea absolutamente inútil, algo parecido a un potlach, digamos una especie de lujo que sólo pueden darse los que acumulan un excedente. El excedente de un goce encerrado en sí mismo pero movido por el impulso de una posesión insaciable. Y estos eran ahora mis amigos...Una sensación angustiosa de muerte comenzó a invadirme y yo anotaba en las márgenes de los libros que leía, la súbita irrupción de un pensamiento que me retrotraía al Zurdo, al Chate, a Pindingui, pensando en qué lugar del barrio, andarían pergeñando la tarea de llevar algo a sus casas para paliar el tributo que exige la miseria. Sólo que yo ahora, aceptaba a regañadientes que no era más uno de ellos y trataba, por medio de los libros de reordenar mis pensamientos, y desalentar la decepción que sentía acerca de mí mismo, sabiendo que no podía representarlos, ni expresar lo que sentían, puesto que de este lado cuesta mucho aceptar como es el mundo... y yo, al adaptarme, me sentía una especie de traidor...
Han pasado los años, el crepúsculo es la perspectiva viviente de cualquier vida, sin embargo mi trabajo de profesor todavía me depara algunas sorpresas agradables. Había escrito en el pizarrón unas frases adecuadas para enseñar poesía. Eran de "Damas Gratis", que consideré apropiadas para el contexto. Uno de los chicos me preguntó si me gustaba el tango; después de unas bromas que no vale la pena referir dije: "Quejas de Bandoneón, de un tal Pindingui, perdón, Pichuco, es mi himno". Se rieron a pesar de no conocer la causa de mi lapsus. Esa noche, escuchando una de las versiones de Troilo, que les haría escuchar, cerré los ojos, y por el ensueño de la música, volví a estar ante una pequeña hoguera,en la costa de nuestro Paraná, celebrando con mis amigos, bajo un barrio de estrellas, el profundo misterio de la vida.
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