Martes, 10 de abril de 2007 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › "QUIMICA DE LA MEMORIA", EN EL MUSEO DE LA MEMORIA
La responsabilidad civil colectiva por el patrimonio histórico reciente es el tema de una conmovedora muestra de objetos y textos.
Por Beatriz Vignoli
El título prometía vértigo. Para quienes vivieron esos aciagos tiempos, Química de la Memoria, inaugurada el 23 del mes pasado, hacía esperar (temer, más bien) una sutil catástrofe: que al entrar en la Sala Central del Museo de la Memoria (Aristóbulo del Valle y Callao), a la vista de los "objetos de memoria" reunidos allí, las coordenadas temporales se abrieran como el suelo en un terremoto y de pronto volviera a ser 1980 en el alma. De hecho la muestra es movilizante, por no decir conmovedora, pero su densidad es ante todo narrativa. Salvo excepciones, no estetiza el pasado, no "pega", no fascina desde el aura del fetiche. No traza ningún túnel del tiempo sino que más bien da cuenta del tiempo transcurrido. Acaso el subtítulo, "Una experiencia de la desaparición", marca un énfasis que ninguno de sus participantes ignoró. El espectador no hallará aquí los efectos alucinógenos del "objeto de memoria" por excelencia: la magdalena mojada en la taza de té, el bizcocho capaz de hacer revivir intactos cual sea monkeys todos los detalles del pasado en un famoso párrafo de la saga En busca del tiempo perdido. No en vano una máxima de su autor, el novelista francés Marcel Proust, preside la sala. "La historia es una construcción cuyo punto de partida es el presente", dice Walter Benjamin en una de sus célebres tesis. Los hombres y mujeres que respondieron a la convocatoria construyeron su historia tomando el presente como punto de partida. Pero el pasado ya no es el mismo de antes, porque los relatos son de ahora. Entre aquel pasado y este presente se interponen años de reflexión.
Los objetos expuestos fueron recolectados por el Museo a partir de una convocatoria realizada durante el mes de febrero. La propuesta estuvo dirigida al público en general; a la gente común, podría decirse: a quienes raramente se expresan en público más que por alguna ocasional carta al correo de lectores y que tienen pocas o ninguna oportunidad de representarse a sí mismos, y sí muchas de ser representados en los estereotipos banales de Costumbres Argentinas o Gran Hermano. La consigna invitaba a acercar al Museo objetos o elementos que evocaran para su poseedor o poseedora los años de la dictadura, adjuntando un escrito que explicara dicha elección y su vínculo con dicho objeto. La idea: "que cada uno de estos objetos nos ayude a construir el entramado que nos posibilite mirar y reconocer elementos que recuerden la conformación de nuestra sociedad en aquellos años". Quienes le dieron forma a todo esto fueron las artistas María Antonia Sánchez y Marga Steinwasser. Trabajaron sobre una propuesta del artista alemán Horst Hoheisel, quien participó sumando su aporte: una caja vacía. "Esta historia no es la mía. Por eso traje una caja vacía", escribe respetuosamente Hoheisel en el interior de su caja.
Los relatos son la clave. En torno a estas cosas (cosas heridas, cosas escondidas y luego reencontradas, últimas cosas, únicas cosas que quedaron de alguien "desaparecido", cosas salvadas de los allanamientos, "restos de un naufragio" como bien escriben Sánchez y Steinwasser) rumorea incesante una nube de relatos. Los textos manuscritos en caligrafías que revelan diversas edades y géneros, las etiquetas anotadas también a mano, las voces de las guías que en forma permanente asisten al público (para visitas guiadas comunicarse al teléfono 4391519 o a [email protected]), todo apunta a regenerar aquella red social que se perdió bajo la presión brutal del autoritarismo genocida y el terror. Las marcas del silencio están en la manera en que estos relatos se configuran como mini épicas individuales: cada cual debió decidir en soledad qué hacía con sus libros "peligrosos", por ejemplo. Hubo quien los guardó astutamente en la baulera; otro se deshizo de ellos y luego en democracia los compró de nuevo, en nuevas ediciones. Los libros volvieron, mucha gente no. Llaman la atención la fuerte presencia de las mujeres, el bajo grado general de fetichismo y la cantidad de disculpas. Hay muchos "yo no sabía" transmutados en "ahora sé" y en vergüenza. No hay ningún "nosotros no sabíamos": la privatización de la experiencia es por lo visto un rasgo de esta época también, sólo que ahora se puede hablar y mostrar. Prevalece una pulsión por contar. Por bajo grado general de fetichismo entiéndase una tendencia a considerar al objeto menos como una cosa singular e insustituible que como un símbolo.
Hay, sí, datos estéticos, objetos públicamente cargados del aura de lo cotidiano de entonces: recortes de diario, discos de vinilo, libros prohibidos y revistas de la época, dos entradas a un partido del Mundial 78. Hay documentos legales. Hay fotos familiares que acusan el paso del tiempo a través de la moda y los peinados. En otros objetos el aura es muy personal, intransmisible de por sí, y es el relato el que los sitúa como testigos concretos del horror. La guitarra rota de un militante asesinado o el fleco de la bufanda que llevó en la cárcel un preso político sólo funcionan como documentos históricos merced al testimonio amoroso de una madre o de una hija. Los breves escritos son puntas de iceberg de voces que podrían explayarse como torrentes.
Cabe preguntarse si hay presupuesto para que el Museo las grabe o las haya grabado, además de hacerles eco mediante las guías. Son voces vivas que si bien vuelven a ser obedientes y a moldear su relato dentro de lo que se espera hoy que digan, también buscan una armonía civil asumiéndose responsables del patrimonio histórico, e intentando transformar la supervivencia en convivencia más allá de las divisiones impuestas en aquel momento dentro de la sociedad.
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