Miércoles, 23 de agosto de 2006 | Hoy
Por Jorge Isaías *
Entre las relaciones que uno establece durante toda su vida contando desde la niñez, están los compañeros de escuela primaria y los que por una razón que ignoramos logran mantenerse durante el tiempo de toda una existencia. Misterios. Y como todo misterio es inexplicable el afecto que tenemos con alguien que se ha criado con uno, cuyos caminos en yunta hace rato dejamos de compartir, pero sin embargo seguimos fieles a ese afecto primero, que no queremos dejar morir, no sé si como símbolo de algo que no queremos olvidar. Como las hojas de ese Otoño que al final se nos fue.
Uno de esos amigos, tal vez el único que cumple esas condiciones, se quedó en el pueblo y aunque sigue siendo tímido y reservado, no podemos dejar de compartir un vino tinto cuando nos encontramos de tanto en tanto y cuando eso sucede, el silencio a veces es más que las palabras, que son esquirlas suaves de afecto , de un afecto tan antiguo como las mariposas que no volvieron más.
¿Y qué nos pasa cuando estamos frente a un hombre que compartió con nosotros las primeras percepciones del mundo, la inevitable certeza que esas anécdotas que nos cambiamos de la infancia compartidas son breves y dudosas como carbones encendido que nos ayudan a vivir?.
Mientras paseamos con su auto por las calles -hoy prolijas pero no preferidas por mí- del pequeño pueblo donde vinimos al mundo, trato de comprender cuál es el secreto de esta antigua amistad, que sin embargo sigue en pie de pronto, a boca de jarro le pregunto:
- ¿Cuánto hace que nos conocemos?
Apenas pronunciada la pregunta la considero sin sentido, estúpida, casi impertinente.
- De siempre -me contestó- de muy chicos...
Y me dijo con la naturalidad que dice todo, como es su tono habitual, como si todo fuera fácil de explicar, como si para él el mundo fuera un papel escrito en un idioma que sólo él conoce y por lo tanto es el único que lo puede descifrar.
No era eso sin embargo lo que yo quería saber. Lo que yo no entendía y preguntárselo hubiese sido ofenderlo porque no lo entiendo todavía es cómo un afecto que lleva literalmente toda la vida puede permanecer incólume, así, sin ninguna modificación.
Pudo haber dicho también "desde que aprendimos a caminar", y no se hubiera equivocado, porque él estuvo siempre allí, compartiendo todo conmigo: juegos, mandados, travesuras, escuela y también la reserva gloriosa del Huracán Foot Ball Club del '63. Pero él, al contrario que yo, era un crack auténtico.
Pudo llegar lejos con el fútbol pero tal vez no le interesó porque él quiso permanecer fiel a su lugar, a esas calles que atestiguaron sus pasos, esos baldíos que privilegiaron sus gambetas, esa cancha del "rojo" donde recibía los admirados aplausos. Quizás lo hizo para quedarse como referente nuestro, los que nos fuimos del pueblo muy jóvenes y cuando volvemos vamos a buscarlo para tomar un vino, como yo, a sacudirnos la mugre que nos regala la ciudad.
Lo recuerdo en la infancia más remota: el cuerpo flaquito, la cabeza rapada y los dientes grandes, silencioso, calmo, nunca se peleó con nadie. Siempre fue de poco hablar, pero con el tiempo las pocas palabras que emite suelen tener una ironía fina donde esconde su inteligencia.
Mi amigo Toto siempre estuvo allí: como los pájaros, como las mariposas, como ese cielo cambiante. Que fuera callado no quiere decir que no participara de toda travesura y de todo juego que se nos ocurriera en aquel tiempo que tiene la perfección que la memoria de cada uno le construye.
Este verano logré llevarlo de nuevo al bar del Club, luego de tres años de ausencia porque dice que no tolera que por allí se critique a alguno que no está presente.
Produjo asombro y celos en los otros amigos que vinieron a reconvenirle su momentáneo ostracismo, y yo, lo defendí como pude, porque al fin y al cabo es un amigo y a un amigo se le respetan las decisiones.
Cuando jugábamos y recibía algún "guadañazo" en el área, se levantaba, se limpiaba el pantaloncito blanco lleno de tierra, y se disponía a patear el penal, que nunca, jamás erraba. Jugó hasta ser casi un veterano, y una lesión lo alejó para siempre de las canchas que lo habían visto brillar.
Eso sí, siempre con la misma camiseta, es decir la rojo sangre del nunca bien ponderado y glorioso Huracán Foot Ball Club, en Los Quirquinchos, mi pueblo.
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