Martes, 23 de octubre de 2007 | Hoy
Por Jorge Isaías
Si arrimo una leñita seca -una sola- al rescoldo, más guarecido del recuerdo, saltarán las chispas en el temblor del más remoto pasado.
Solas eran las tardes cuando el verano arreciaba, entre inclemencias solares sobre el hervor de la siesta. Cuises, lagartijas y mariposas apenas se atrevían en el diciembre que restallaba en los ojos.
Una pandilla de niños cazadores tal vez cruzara la intemperie brillante, llena de polvosos caminos, de cardos arrebatados de espinas y flores violáceas.
¿Adónde iban con sus pantalones a puro remiendo, con cabecitas rapadas, con piernas que maltrataban espinas y yuyos voraces?
A persistir otra vez pese a las amenazas paternas por los callejones donde crecían las moras silvestres, la segura iniquidad del carancho y la descuidada actitud de los pájaros que posaban sus patitas bastante inseguras en la quietud del alambre de púas. Allí eran presa de los salvajes hondazos. Allí se les interrumpía la contemplación venturosa del alfalfar que bordeaba un millar multicolor de mariposas y abejas. El alfalfar con su flor blanquecina, exhalando ese remanso de verde y frescura.
¡Y qué placer era acostarse entre sus tallos verdosos y mirar ese cielo de lata lavada!
O tal vez enfilaran hacia los cañadones más hondos, buscando ese confiado bagrecito barroso. Allí el feliz chapoteo entre juncales altísimos, y allí con el ruido espantar la fauna numerosa y acuática,
Esos cañadones con cigüeñas y garzas; con patos usando el resquemor en sus plumas que se confundían con el color de los pastos.
Los cañadones salpicados por el grito alentador y alterador de los teros.
Menudearían además los más diversos graznidos de las aves de rapiña desconfiando y volando con vuelos rasantes.
Tal vez pasara un jinete a lo lejos.
O un ronquido pitara y fuera el tren de la tarde, mientras en el campo arado revolotearan los pañuelos seguros de las albas gaviotas.
Tal vez croaran las ranas y se terminara la tarde y el sol tirara su pus macilento sobre los cañadones vacíos de adioses.
A lo mejor a alguno de esa pandilla se le ocurriera subirse al puente de negros durmientes para poder ver mejor aproximarse el tren pachorriento, y otros lo imitaran. Ese tren que sin dudar cortaría el resto de la tarde en pedazos, dándole un toque final a la excursión, e invitaría al prudente regreso.
Si había hambre, ya de regreso, tal vez alguna fruta robada mitigara un momento el ansia de estar bajo el ceibo paterno, con un tazón irremediable y humeante de mate cocido y un crocante, esponjoso pedazo de blanca galleta.
Habrá que reponer tanta energía después de la caminata, la tensión de la caza o la poca edad que todo alimento devora, porque mañana se repetirá con la misma pasión y el mismo gusto esa travesía por campos y verano con polvo.
Eso, claro está, mientras se extienda el ancho y glorioso verano, con su libertad casi tan alta como ese cielo intocable que desde lo alto los acompaña hasta llegar a la protección de las casas.
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