Lunes, 19 de noviembre de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Aunque marcha en zigzag, su vector es la avioneta rugiente, preparada para el despegue; esquivar las matas rastreras que le adhieren abrojos al botamangas del pantalón le impone ese derrotero errático. "Este país", reniega. Ya no usa el pelo canoso, ni sus ojos son azules; recurre a una funda óptica biológica fabricada en Suiza, qué importa el costo si es para mí no hagamos problema por chirolas. Él no huye; es otro. El que huía, desapareció, archivado en titulares de periódicos, suicidado, incinerado, el muerto más famoso del 98. El que es ahora puede entrar legítimamente, transitar por el territorio y desarrollar el rollo completo del 14 bis. Pero ignora que alguien lo fotografía en su andar. A unos cien metros, una espalda encorvada detrás del alambrado, dispara sobre sus gestos una toma tras otra. En ese aeródromo de mala muerte, donde recala porque siempre queda un último papel a revisar y porque a veces debe plantar las patas en este suelo para cerciorarse que no es un fugitivo sino un patrón, alguien lo fotografía. A él, patrón. El piloto le hace señas, pulgar hacia arriba. Todo listo para partir. Pero también aterrizó en este país que era su país por el infarto mortal que acaba de llevarse a su hermana, la única que compartía el secreto. Quiso cerciorarse de la muerte de C. tocarla en su embalaje final y anudar el lazo de remate, vaya alivio. Ya no quedan rastros a borrar. Ya no quedan rastros de él. Ahora es el único testigo de sí mismo. También se nombró su apoderado legal, o más precisamente, su mandatario en esta jurisdicción terrenal que tantos desvelos en papel sellado y certificación de firmas demanda para cuidar negocios. Cómo confiar en otro.
Detrás del alambrado, un par de hombres corpulentos reptan y se acoplan lateralmente al fotógrafo; con sus uniformes verdes se entierran en el pasto, entre armas. Él ya casi trepa a la avioneta que se apresta a abandonar este último escalón de última escalera poblacional (Buenavista, 10000 habitantes) elegido por su proximidad con la frontera; porque pisar suelo patrio, sí, pero con un picaporte de salida bien cercano; alguien del Aeroclub le alcanza una caja de cartón, en el contexto trivial que monta, propio de cualquier productor rural de la Pampa Gringa de paso para Córdoba; revisa los papeles al pie del avión. Firma los acuses de recibo y se agacha para trasponer la portezuela. Es cuando se le echan encima, que separe las piernas, manos tras la nuca; van a requisar el aeroplano bajo sospecha de contrabando de cigarrillos. ¿Él, detenido? ¿Contrabando de cigarrillos? Una broma. El estómago se le infla con su apellido, con todos los titulares que lo nombraron, empresario, poderoso, ¿saben quién soy? podría alardear. Pero se ha perdido, enterrándose en una tumba en otra provincia, en titulares que lo consagran el muerto más famoso del 98. "Vaya confusión, teniente", acota, campechano pero a taquicardia desbocada. "Revise la avioneta. Limpia". Del aparato bajan los oficiales con unos fardos de cigarrillos. Se advierte empaquetado, aprovecharon su aeroplano para un negocio de pigmeos, una sociedad entre el piloto quién sabe con quien, o mejor, le plantaron las cajas para que caiga el gil de turno y eleve las estadísticas de eficacia en seguridad; se afloja el cuello de la camisa, es el país que siempre lo maltrató, le siguió los pasos, le tiró la jauría de periodistas para que lo fotografiaran, le comieran los talones; planta su zapato en este suelo y empieza a tragarlo, a él se lo tragó. Y debió irse de este mundo, en el 98. No quedan rastros del que era.
"Oficial, vea", "Debe seguirnos, don", ¿don? "Pero mi vuelo...", "Después. Lo vamos a trasladar a la cabecera del departamento, al juzgado de competencia. Prepárenlo", el gendarme baja órdenes a sus subordinados, y a él lo encanutan, marche preso, lo martillarán tierra adentro, un par de días; lo martillan, el país lo tumba de nuevo aunque sea otro.
"Levántese, no se haga el marica". No logra mover las piernas. "Pero ¿qué le pasa a este hombre?" ante su rostro se agrandan los pómulos aindiados de un gendarme, "está descompuesto" anuncia alguien de atrás. Lo sacuden. Siente que lo zarandean, que se agitan; cesan. Uno de los Pumas da vueltas a su alrededor: "Pero qué infeliz, caer como un chorlito". Le toma el pulso, cruza paralelamente las manos en el aire: kaput.
Le revisan los bolsillos, la cartera, "con toda esta plata; ponía tres billetes de éstos y arreglaba el asunto"; examinan los documentos, el reloj, la pulsera de identidad de oro, "Mirá las iniciales, A.Y., ¿por qué llevará una pulsera que no coincide con el nombre?", "Tantos lo hacen", se engolosina Vera probándose el rolex, "el recuerdo de una mina, de un hermano". Saquean lo que vale la pena, retaceándose, dejando algo para los de la cabecera departamental; "domicilio en Las Bahamas", ¿cómo se avisa a los parientes de alguien que vive en el Caribe, "suertudo hijo de puta", carcajea Vera, "venir a morir en la Patria", y silba entre dientes el himno nacional mientras Carreras se pone firme y hace la venia y López se pega el chicle en la suela de la bota y lo acompaña desentonando a todo pulmón.
* A don Alfredo Y. Por las dudas.
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