Jueves, 3 de enero de 2008 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
A la misma hora que Philip Marlowe y Sam Spade (o Bogart y Mitchum, lo mismo da) conversaban y fumaban y bebían en la mesa de un café poco iluminado, con el pianista que intentaba imitar a Teddy Wilson y no le iba mal del todo, con el anciano que en realidad no era tan anciano y les disparaba y moría (o parecía morir) y se ponía de pie y mientras se iba los amenazaba, con las dos rubias solitarias, maduras y bien dispuestas al amor, con los mozos, las mozas y el barman que entraban y salían, a veces los reconocían y a veces les hablaban como si fueran recién llegados, a esa misma hora que podía ser la de Chicago o Los ╡ngeles, en Rosario don Nicanor Pérez y mister Wingren representaban una escena similar. A decir verdad, nos hubiese gustado (a Fernando, a mí) pensar que nuestros amigos repetían el diálogo de Marlowe y Spade (o de Bogart y Mitchum, es igual), pero no podemos asegurarlo. Y después de lo que pasó ya no lo sabremos jamás.
Sí sabemos que ambos intentaron que el azar estuviese presente lo menos posible en su encuentro y se citaron de antemano y me avisaron por teléfono. Habían sido tantos los días de ausencia y silencio que fue una sorpresa placentera escucharlos. Los dos dijeron más o menos lo mismo, con palabras diferentes probablemente, pero el mensaje había sido idéntico en su esencia. "Hemos resuelto el caso, el viejo caso que ya a nadie interesa". "No molestaremos más con nuestro relato, será un alivio para unos pocos o unos muchos, nunca se sabe". (Creo que la aclaración, con algo de resignada ironía, fue de Nicanor). "No quedan cabos sueltos, o si todavía existe alguno yo no consigo verlo" (Esta frase, estoy seguro, la había pronunciado el obsesivo mister Wingren). "Debemos vernos; sólo en persona podemos dar cuenta de tantas infamias y deslealtades". "Nos encontraremos" (Esto último lo habían afirmado los dos, pero no me dieron precisión alguna en cuanto a dónde diablos iban a reunirse, ni a qué hora. Yo quise preguntarles, puedo jurarlo aunque Fernando no me crea, pero en ninguno de los llamados tuve tiempo y cortaron).
Así que partimos a buscarlos en aquellos bares en los que suponíamos que podían estar. Fernando, debo aclarar, estaba molesto, muy molesto, por mi supuesta distracción, por mi evidente (para él) olvido. Sabía que cualquier cosa que dijera lo haría enojar aún más, y por eso le expliqué una sola vez que no estaba distraído cuando Nicanor y mister Wingren me llamaron, que no me habían dado ningún detalle acerca del lugar ni el momento de la cita y que exactamente por eso no me había olvidado de nada, porque mal podía olvidar algo que no sabía. Nuestra búsqueda empezó en el edificio de la Bola de Nieve: apurado, con el ceño fruncido, caminaba Fernando; yo andaba más lento y sereno. Ese fue el comienzo de un largo recorrido que nos haría llegar tarde, irremediablemente tarde.
Lo ignorábamos entonces, pero mister Wingren y don Nicanor, ya sentados en la mesa del café que ellos suponían era el único al que se nos ocurriría ir y por eso nunca habían dicho de cuál se trataba, se preguntaban, entre otras cosas, cómo harían para dar a conocer algunos nombres que hacían de la historia algo particularmente siniestro. Sabían, mientras disfrutaban con deliberada parsimonia un gin tonic (mister Wingren) y un whisky (don Nicanor), que iba a ser muy difícil desenmascarar a los culpables, a los directa o indirectamente culpables. Ya todo estaba en juego, eso no podían dudarlo, y estaban decididos a no dejar nada a un lado, a menos que lo imponderable ocurriera. Y eso, se repetían entre el humo dulzón de sus cigarros (mister Wingren raramente fumaba, pero había aceptado la invitación de don Nicanor), ya no dependía de ellos.
¿Qué habían hecho los dos amigos la mañana de aquel día? Sólo podemos hacer conjeturas acaso inútiles. Sus pequeños departamentos, cuando fueron revisados, mostraron algo en común: la presencia de numerosos libros (varios apilados en el suelo), una buena cantidad de discos (de pasta y compactos), algunas botellas vacías y otras sin abrir (de whisky o de caña, de grapa o de gin). Sobre las mesas de sus cocinas podían verse tres botellas de de un buen vino borgoña (en lo de Nicanor) y una de vino blanco (en lo de mister Wingren). También había fotos, muchas fotos, pero en la mayoría de las que cada uno exhibía en los estantes de sus bibliotecas o colgadas de las paredes, los paisajes o las personas eran diferentes. En tres imágenes que se repetían en ambos departamentos estaban juntos: una frente al edificio de la Bola de Nieve, una noche calurosa alrededor de quince años atrás, en la que también aparecía el padre de mister Wingren, viejo amigo de Nicanor; otra, en la que mister Wingren era apenas un niño, había sido tomada en el antiguo Rosedal, donde aún podían verse algunos pavos reales, aquel día memorable de 1973 en que nevó sobre Rosario; la tercera, la más reciente, los mostraba sentados en la mesa de un café, en la vereda, fumando. Nicanor había dejado en su vieja máquina de escribir el comienzo de una nota sobre Marguerite Yourcenar y en su escritorio, debajo de su aparato para el asma y sus anteojos, una página manuscrita: "Descubrir lo que hemos descubierto no nos ofrece ninguna alegría. Al contrario, se trata de esa tristeza profunda que nos causa la deslealtad de aquellos que queremos. Pero no hay remedio en comprender que lo descubierto es irrefutable." Mister Wingren, en el grueso cuaderno que usaba como diario, había apuntado: "A veces imploro a ese Ser Superior en el que no creo demasiado, que haga algo que modifique el pasado, a sabiendas de que el pasado es imposible de modificar y además...". Había interrumpido la frase allí y la estilográfica, cerrada, quedó sobre el texto que pensaba ser continuado pero ahora quedaría trunco para siempre.
Ya cansados, sin rumbo, nos detuvimos en una esquina cualquiera. El enojo de Fernando había desaparecido: o bien me creía (cosa poco probable), o bien su preocupación ya era mayor que su bronca. En esa esquina cualquiera, en ese lugar por el que ninguno de nosotros podrá volver a pasar sin un estremecimiento, alguien nos dio la noticia. En mi recuerdo, un taxista frenó su auto en la bocacalle y nos gritó por la ventanilla abierta; según Fernando, fue un diariero quien se acercó moviendo sus brazos como aspas descompuestas mientras vociferaba palabras inconexas. Así, de alguna de esas dos maneras o de ambas a la vez, supimos que don Nicanor y mister Wingren habían muerto. Que alguien los había asesinado. El bar donde nos esperaban estaba a cuatro cuadras. Cruzamos una mirada de estupor: no se nos había ocurrido buscarlos allí. Si al mapa de esta ciudad en la que nacimos y ahora vivimos y en la que algún día quisiéramos morir se le superpone otro más personal, intransferible, el de nuestros recuerdos y vagabundeos, nuestros amores y nuestras ausencias, nuestros adioses y nuestras cenizas, una cartografía inexacta como el vuelo de una mosca dentro de un frasco inmenso y ajeno, entonces a partir de ese momento en ese otro mapa habían quedado marcas imborrables, tristes, brutales. No quisimos ir a ver los cadáveres, nos quedamos detenidos en la esquina, atónitos, sin fuerzas para movernos ni un metro más, y desde ese instante comenzamos a escuchar los relatos de la gente que pasaba, nos veía y se acercaba a saludarnos, a contarnos su versión de los hechos.
Decían que el cuerpo de mister Wingren estaba tirado en el piso, hecho un ovillo, y que desde la puerta era imposible distinguir sus facciones, que apenas se veían sus largos brazos y sus manos flacas y huesudas. Don Nicanor, en cambio, permanecía sentado, su cabeza algo ladeada y las piernas abiertas, con una expresión plácida, casi de alivio. Ambos tenían un tiro en el pecho y otro en medio de la frente. Decían que los asesinos eran dos: un rubio canoso que aparentaba unos sesenta años, parecido a un actor norteamericano del que nadie recordaba el nombre, y un tipo más joven, petiso y rechoncho, bastante pelado. Habían actuado con suma tranquilidad, a cara descubierta, impunes, seguros, cumpliendo un encargo de rutina. Decían que estuvieron un buen rato conversando en la barra: discutían por un auto que el rubio quería comprar y por un hotel en donde el petiso pretendía pasar sus próximas vacaciones. Cada tanto les echaban una mirada a mister Wingren y Nicanor quienes, absortos en su charla, no advertían lo que ocurría a su alrededor. Decían que los asesinos no eran de la ciudad, porque habían pedido un "tostado de jamón y queso" y no un "carlito", y porque al salir del bar, cuando ya habían terminado su tarea, dudaron al cruzar la calle, como si no supieran de qué lado venían los autos.
Decían que el petiso estaba más inquieto, que varias veces se había bajado de su silla y el rubio lo había detenido con una discreta pero firme presión de sus dedos en el hombro, mientras ordenaba otro vaso de cerveza. Sólo cuando consideró que había saciado su hambre y su sed, se limpió los labios con una servilleta de papel y le hizo un breve gesto a su nervioso compañero. El petiso fue hasta la entrada y se quedó con las manos en los bolsillos, mirando hacia adentro. El rubio se movió entre las mesas, ágil, inmutable, hasta que llegó a la que ocupaban mister Wingren y Nicanor. Decían que el rubio los examinó sin emoción alguna, como una paciente araña a punto de atrapar a su presa. Decían que el rubio tenía unos ojos helados y crueles.
Decían que mister Wingren intentó levantarse para interponerse entre el atacante y Nicanor. Decían que Nicanor miró primero a mister Wingren con algo de tristeza y luego al rubio, sereno, cansado, y torció su boca en una sonrisa breve. Decían que el rubio retrocedió un par de pasos, quizá para tener un mejor ángulo de tiro. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
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